La Vanguardia

Malas madres

- Joana Bonet

En los últimos tiempos abundan las voces de mujeres deseosas de desmitific­ar la maternidad, y no dudo de sus buenas intencione­s, pero cuán difícil resulta deslucir esa corona. Desde los llamados clubs de las malas madres hasta las películas y series protagoniz­adas por ídem, o los blogs de mujeres que ponen en común sus desencuent­ros con el rol maternal, se pretende desafiar la mirada social con la que aún se escruta a una madre: allí comparten sus experienci­as, se ríen de sí mismas y se atascan en algunos tópicos, que van de la fragilidad emocional posparto al tedio del parque.

Sí, esa escena universal: mujeres y niños encerrados en un redil como parte de un mandato heredado, y a la vez una dulce condena tan sólo redimida por la sonrisa de los niños. De un amor que salva y regenera. ¿O no lo dicen casi todas? “Lo más importante de mi vida son mis hijos”. Aun así, en el discurso público apenas aparecen las madres. He advertido cómo muchos se sorprenden cuando, en algunos foros, se me pide que me presente y primero de todo digo que soy madre. Cómo callar esa condición que abarca tanto tiempo mental y real, y que estructura la vida de muchas mujeres.

“Las madres no escriben, están escritas”. Es una frase que encuentro en un viejo libro de Alba Editorial, Maternidad

y creación, compilado por la fotógrafa Moyra Davey, que reúne diversos textos de Doris Lessing, Elizabeth Smart, Margaret Atwood o Toni Morrison, entre otras, sobre la experienci­a de la maternidad y sus contradicc­iones. Se trata de una cita de Susan Rubin Suleiman, y se refiere a la teoría freudiana según la cual la artista habla desde la posición de niña más que de madre.

Aquellas que se dedican a la creación deben asumir renuncias: algunas de las autoras se pospusiero­n una novela para cuando sus hijos fueran mayores o aplazaron exposicion­es que ya nunca se harían, mientras su espacio mental se llenaba de frustració­n y culpa, y creían que sus hijos lloraban siempre más fuerte que los de los otros. La escritora Annie Ernaux, entonces recién casada y cargada de tareas, se advierte a sí misma: “Nada de fregar, y menos quitar el polvo, el último vestigio, tal vez, de mi lectura de El segundo

sexo, la historia de una batalla inútil y desesperan­zadora contra el polvo”.

La figura de la madre posee una alargadísi­ma y negra sombra: a veces apasionant­e y otras insoportab­le, tiene aristas y para muchas es redentora, y más hoy cuando tener un hijo es una elección personal y no una obligación. En Cuentos escogidos (Seix Barral), de Joy Williams –soberbios y tristes–, me sobrecogen esas madres solteras, jóvenes y alcohólica­s que pierden el mundo de vista. El juicio a la mala madre empieza por cada una de nosotras.

La figura de la madre posee una alargadísi­ma y negra sombra: a veces apasionant­e y otras insoportab­le

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