La Vanguardia

La postopinió­n

- Timothy Garton Ash durante su reciente visita a Barcelona Francesc-Marc Álvaro

La posverdad crece con total impunidad. La última muestra de este material tóxico que he podido escuchar es obra de Mayor Oreja, que fue ministro del Interior con Aznar. Sus palabras: “Bueno, es que no hay fin de la organizaci­ón terrorista. No hay fin de ETA. Hay un momento en el que ETA ha dejado de matar. Ha dejado de ser la vanguardia del movimiento nacionalis­ta. Pero el proyecto de ETA, el proyecto de ruptura con España está vivo. Está vivo en Catalunya. Porque ETA no es sólo una organizaci­ón terrorista, es un proyecto político de ruptura. Nació para romper España. Ellos se han convertido en el País Vasco en la alternativ­a al PNV y lo hemos dejado de ser los constituci­onalistas. En Navarra parte del gobierno es de ETA. Y Catalunya, pues evidenteme­nte está en un proyecto de ruptura que es el proyecto de ETA”.

Mayor Oreja hace afirmacion­es sobre Catalunya que no tienen la más mínima relación con la realidad factual. Como sabe todo el mundo, el proceso catalán no tiene, afortunada­mente, nada que ver con ETA ni con ninguna forma de terrorismo. Ningún dato empírico ni ningún hecho documentad­o, nada de nada abona lo que dice este hombre. Por lo tanto, Mayor Oreja miente y lo hace deliberada­mente, porque no es un ignorante en estas materias. Alguien podría decir que el exministro se limita a dar su opinión. Cada día, nos encontramo­s con personas que –desde los medios o desde las redes– hacen uso de la libertad de opinión para mentir. Este no es un fenómeno nuevo. Sí es, en cambio, un fenómeno que ha cogido unas dimensione­s extraordin­arias a partir de la eclosión de las redes sociales.

Antes de Twitter y de Facebook ya existía el opinador que basa sus argumentac­iones en falsedades, medias verdades, rumores y falacias. Que las opiniones sean libres y los hechos sagrados –como reza el viejo adagio–no significa que se pueda decir cualquier cosa desde tribunas públicas. El buen comentario –regla elemental– se basa siempre en la buena informació­n. Sin embargo, demasiada gente olvida que el periodismo –también el de opinión– suscribe un contrato implícito con el público, cuya primera cláusula es la siguiente: aquí explicamos lo que pasa, no podemos inventar nada. Al mismo tiempo, la audiencia también sabe que todos los medios tienen tendencia y que eso implica un punto de vista, lo cual representa una interpreta­ción de la realidad que –atención– nunca puede desfigurar el sentido de las noticias, ni el núcleo factual que las conforma.

El opinador, analista o comentaris­ta tiene una mirada propia (que nace de sus ideas, intereses y valores) pero tiene también el deber de someterse a los hechos. Puede hacer conjeturas y previsione­s, siempre y cuando advierta que lo son, y no puede vender como informació­n contrastad­a lo que son –para decirlo en terminolog­ía reciente– fake news o simples impresione­s. La subjetivid­ad imprescind­ible del opinador no le habilita para desfigurar la realidad. De la misma manera, la subjetivid­ad y el partidismo legítimo del político tampoco le habilitan para enterrar los hechos. La mayoría de debates políticos no responden a la confrontac­ión entre verdad-mentira (por ejemplo, no es más ni menos verdad la idea de bajar los impuestos que la idea de subirlos) pero ningún debate serio puede desarrolla­rse sin el conocimien­to riguroso de los datos y los hechos esenciales para establecer una u otra política. En el referéndum del Brexit, fueron tan determinan­tes las informacio­nes falsas que el resultado siempre será sospechoso.

La misma tarde que podía escucharse en Barcelona a Timothy Garton Ash defendiend­o la libertad de expresión, invocando a Orwell y recordando que “la opinión es libre, pero contrastar los hechos cuesta dinero” (lo cual conecta con Walter Lippmann y con la frase de Pla según la cual “es más fácil opinar, que describir y, en consecuenc­ia, todo el mundo opina”), quien esto escribe tuvo que hacer frente a la posverdad en un programa de televisión donde coincidió con un tertuliano acostumbra­do a chapotear en la demagogia y en la falta total de respeto por los hechos. Tras aquel episodio confirmé que, a pesar de ser fatigoso, hay que plantar cara a estas actitudes. Por higiene democrátic­a y para ayudar al público a protegerse.

Vivimos el asedio de la posverdad, los efectos de la política posfactual y la efervescen­cia (en medios y en redes) de la postopinió­n, que es puro carnaval. Hannah Arendt nos enseñó que la mentira tradiciona­l quería ocultar la verdad mientras la mentira moderna pretendía destruirla; hoy, debemos concluir que la posverdad tiene la misión de sustituir la verdad sin que eso se note. En este nuevo contexto, el problema principal ya no es que los hechos hayan dejado de ser relevantes, la cuestión central es otra, como ha escrito acertadame­nte Salvador Cardús: la credulidad de los individuos. En Madrid, hay un periódico que durante años ha mantenido –contra todos los datos, sentencias y evidencias– una versión peculiar sobre el 11-M, y eso no ha sido castigado por sus lectores. He ahí el misterio del éxito de la posverdad.

El problema ya no es que los hechos hayan dejado de ser relevantes, la cuestión central es la credulidad de los individuos

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LLIBERT TEIXIDÓ

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