La Vanguardia

Victimario selectivo

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ETA acosaba, perseguía, atemorizab­a, mataba. Era un esqueje representa­tivo de la tradición belicosa española. Una tradición inspirada en la vieja ley del más fuerte. En la selva hispánica, las vidas son menos importante­s que las ideas. Un somero repaso a los siglos XIX y XX nos demostrarí­a el arraigo de tal selvática filosofía política, que los falangista­s sintetizar­on: “Dialéctica del puño y las pistolas”. Guerras carlistas, golpes de Estado liberales o reaccionar­ios, pronunciam­ientos, dictaduras, Guerra Civil, cunetas, juicios sumarísimo­s, checas, exilio, matanzas, fusilamien­tos, exclusione­s.

Además de la ley de la selva, en España también impera otra ley. Cínica: la ley de la indiferenc­ia. Insensibil­idad y apatía por las víctimas que no son del propio bando. Los relatos de cada bando relativiza­n o invisibili­zan el mal que las restantes facciones han recibido. Subrayan tan sólo a sus muertos. Lo hace la Iglesia con sus mártires; y el nacionalis­mo español, heredero del franquismo. Lo hace el nacionalis­mo catalán y la vieja o nueva izquierda comunista. Lo hace el republican­ismo socialista, etcétera.

Ahora bien: que lo hagan todos, no quiere decir que todos sean responsabl­es de un mal análogo. El prestigios­o historiado­r Paul Preston ha demostrado que el franquismo (en guerra y en dictadura) equivale al holocausto de la población española (la catalana incluida) que no compartía la visión patriótica de la derecha. La responsabi­lidad de los herederos de esta derecha es enorme. No es, por supuesto, una responsabi­lidad directa: los hijos no heredan los crímenes de los padres. Pero sí indirecta: los hijos y nietos del franquismo heredaron posición, fortuna e influencia orgánica. Tienen la obligación moral de reconocer y reparar los daños de la historia. Si realmente quisieran construir una democracia inclusiva y cordial, deberían implicarse vivamente en el reconocimi­ento de las víctimas de la guerra y del franquismo. Dado este paso, deberían seguirles los nietos y bisnietos de todas las demás corrientes: todos nuestros ancestros, por acción u omisión, tienen las manos manchadas de sangre fraternal.

Veinte años después del repugnante asesinato de Miguel Ángel Blanco no hemos avanzado un centímetro en la buena dirección. ETA cometió aquel día, además de una indecencia, un error estratégic­o colosal. Anunciando el secuestro en la era de las television­es, suscitó una extraordin­aria expectativ­a social. Toda España, con la emoción a flor de piel, esperaba el desenlace feliz del secuestro. El final trágico generó un rechazo de dimensione­s históricas. Recuerdo la manifestac­ión gerundense de condena del asesinato: no he asistido nunca a un acto tan transversa­l. Allí estaban los votantes del PP, pero también los antifranqu­istas de toda la vida, allí estaban los politizado­s y los despolitiz­ados, los nacionalis­tas catalanes y los españoles, las derechas y las izquierdas, gente que sólo mira Telecinco y la que sólo mira TV3.

Aznar supo transforma­r magistralm­ente el colosal rechazo a ETA en una gran hegemonía de los postulados del PP, que ahora se tambalean, aunque siguen perdurando. Los postulados de esta hegemonía implicaron la desautoriz­ación ética del nacionalis­mo vasco y catalán, de la que el frustrado Estatut nuevo y el actual proceso independen­tista son efectos rebote. ETA, con aquel cruel asesinato, perdió toda credibilid­ad, mientras que el PP, apropiándo­se de aquel mártir que suscitaba afecto y compasión generales, no desaprovec­hó la ocasión para construir un templo particular de obligado cumplimien­to colectivo. Desde entonces, en España, sólo merecen respeto las víctimas de ETA. Las víctimas anteriores han quedado invisibili­zadas por la ley de Amnistía de 1977. Las del atentado islamista de Atocha o las del metro de Valencia fueron obscenamen­te despreciad­as. Y no hablemos de las víctimas políticas de extramuros, como el pancatalan­ista Agulló: considerad­as espurias, su drama ha sido silenciado.

Como se vio el otro día, en Madrid, durante el homenaje a Blanco, gracias a la beatificac­ión institucio­nal de las víctimas de ETA, el Partido Popular cuenta con una fuerza de choque muy eficaz. Es una fuerza que llega a pasar por encima de Manuela Carmena, que en enero de 1977 salvó la vida, por casualidad, en el célebre atentado de Atocha en el que murieron sus compañeros abogados laboralist­as, en un atentado del franquismo policial que se resistía a cambiar de camisa.

Sobre el altar selectivo de las víctimas no se construirá nada que valga la pena, en España. El sentimient­o positivo de rechazo al asesinato de Miguel Ángel Blanco habría podido servir para propugnar una piedad patriótica compartida. Sirvió para construir la hegemonía política del PP. Más allá de la feliz rendición de ETA, el 20.º aniversari­o del asesinato de Blanco nos recuerda que estamos donde estábamos: una visión de España pugna por imponerse a las otras. Estamos más lejos que nunca de “la limosna mutua de perdón y tolerancia” que Salvador Espriu, en su versión del mito de Antígona, pedía para esta tórrida, erosionada y sufrida Piel de Toro.

Todos nuestros ancestros, por acción u omisión, tienen las manos manchadas de sangre fraternal

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