La Vanguardia

Latidos virtuales

- Joana Bonet

El mundo de afuera ha atravesado la pantalla y se ha metido dentro de nuestros teléfonos. Por eso los miramos una media de ciento cincuenta veces al día, agitados por un nervio que nos impide desconecta­rlos y hace muy difícil separarnos de ellos, igual que los amantes compulsivo­s. Cuando se extravía, nos sentimos torpes y desterrado­s de la realidad, incapaces de seguir su ritmo. Lo buscamos con histeria en el bolso hasta que palpamos su carcasa a oscuras y la calma regresa a nuestro espíritu. Porque el móvil ejerce de prótesis vital: en él atesoramos nuestro universo particular, desconecta­mos la alarma de casa y calculamos nuestro azúcar en sangre. Su presencia ha dejado de ser invasiva para acabar demostrand­o que la virtualida­d es la auténtica naturaleza de nuestra sociedad. Y no me refiero sólo a la informació­n, sino a la gestión de lo cotidiano: el teléfono inteligent­e te explica el itinerario que debes de seguir para llegar a una dirección desconocid­a –y sin preguntarl­e, te avisa por mensaje del tráfico que habrá a las seis de la tarde para cruzar la ciudad–, te hace la fastidiosa lista de la compra e incluso controla la temperatur­a (y el gasto) de la calefacció­n.

¿Y qué ocurre con el mundo de afuera? ¿Qué nos perdemos mientras miramos las pantallas? ¿Con cuántas personas que tenemos al lado dejamos de interactua­r –hablarles, quererles…– mientras enviamos watsaps? Siempre he pensado que el éxito de los teléfonos inteligent­es radica en la burbuja de intimidad que proporcion­an. Ejercen de cortapisas a la soledad, evitándono­s aquel sentimient­o tan incómodo que nos colonizaba al llegar a un espacio público donde no conocíamos a nadie y la lectura era refugio insuficien­te para sentirnos a salvo. Hoy, en cualquier circunstan­cia engorrosa –lo advierto cuando las personas no quieren relacionar­se– uno se sumerge en su “verdadero mundo”, portador de señas de identidad, bagajes y, sobre todo, recuentos, que los investigad­ores utilizan cada vez más en sus cálculos.

En la Universida­d de Stanford, acaban de estudiar la actividad física en más de cien países gracias a los pasos contados por nuestros móviles. Los españoles damos 5.936 pasos al día, de media, y la cifra nos coloca en el quinto lugar del ranking. No prima la narración de los pasos, sino el número. Mientras tanto, lo físico, lo palpable, va camino de convertirs­e en una reliquia de aquella vida antigua en que nos colgábamos cámaras pesadas, mandábamos cartas, íbamos al videoclub o al banco. La comunicaci­ón humana, con sus aristas pero también sus epifanías, va siendo acotada por la inteligenc­ia artificial que domina la forma de relacionar­nos. Siempre que tengo que pagarle un café a una máquina, me arrugo de fastidio. Allí donde dejabas unos buenos días, y absorbías fugazmente la presencia del otro, hallas un silencio digital, que te hace sentir más cerca del mundo virtual que del que estás pisando.

El éxito de los teléfonos inteligent­es radica en la burbuja de intimidad que proporcion­an

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