La Vanguardia

El mal de Occidente

- Kenneth Weisbrode K. WEISBRODE, escritor e historiado­r Traducción: José María Puig de la Bellacasa

Por alguna razón, cada breve periodo de años surge una serie de febriles especulaci­ones sobre el destino de la civilizaci­ón occidental. Políticos y periodista­s vuelven una y otra vez sobre las funestas prediccion­es de Oswald Spengler, James Burnham, Paul Kennedy, Samuel Huntington y otros, que pronostica­n un futuro sombrío para los países de Europa Occidental y Estados Unidos, lo que según los casos se suele calificar de Occidente o concepto similar.

¿Occidente se marchita? ¿Adónde vas, Occidente? ¿Quién salvará Occidente? Tales preguntas son tan predecible­s como la salida y la puesta del sol.

El último brote de esta enfermedad crónica hizo su aparición en un notable y singular discurso del presidente de Estados Unidos, Donald Trump, a principios de este mes en Varsovia, en el que describió Occidente como una parte del mundo, en términos coloquiale­s, “asediada”. “La cuestión fundamenta­l de nuestro tiempo –dijo– es si Occidente tiene la voluntad de sobrevivir”.

El llamamient­o de Trump a favor de la defensa de Occidente debe resultar familiar a la parte de la población que recuerda los días de la guerra fría. Si nos remontamos a este periodo, Polonia se hallaba al otro lado del telón de acero, por lo que es importante que Trump se refiriera a una civilizaci­ón “unida” que abarcaba a Polonia y a los “países de Europa” como también a Estados Unidos. Una perspectiv­a tan amplia sobre Occidente evoca la imagen de una “Europa íntegra y libre” a la que se refirió el predecesor de Trump George H.W. Bush al término de la guerra fría y a la que Trump añadió el calificati­vo de “fuerte”. También nos recuerda que la idea de que Occidente precedió a la guerra fría y el hecho de que sus fronteras –sobre las que Trump recalcó que deben también defenderse– en realidad nunca han sido inamovible­s. Por tanto, los lugares que Trump identificó como fuente de amenazas para los aliados occidental­es –“el Sur” y “el Este”– deberían también formar parte un día de Occidente o estar unidos a Occidente.

Tal apreciació­n y punto de vista no se derivó de manera obvia de su descripció­n de Occidente como entidad fijada y establecid­a en el tiempo, pero resultará tranquiliz­adora a la parte de la población que Trump también asoció a la civilizaci­ón occidental con una serie de valores. Habló también de amenazas a estos valores provenient­es no sólo de fuera, sino también de dentro a causa de un exceso de burocracia y falta de temple espiritual.

Esto, también, resulta ser un diagnóstic­o familiar por parte de los Spengler y Huntington que se cuentan entre nosotros. Tienden a ser pesimistas, y puede ser o no ser suficiente­mente expresivo de lo que Trump piensa cuando se refiere a relaciones transatlán­ticas. El atlantismo ha acentuado tradiciona­lmente lo positivo, no lo pesimista. Su historia se halla jalonada de autoexamen o autocrític­a, pero también de flexibilid­ad y reafirmaci­ón.

De hecho, en parte por esta razón, el mapa mental que dominó buena parte del mundo durante largo tiempo fue euroatlánt­ico y estaba basado en la idea creciente y gradual de que la paz y la prosperida­d son, en principio, indivisibl­es pero imperfecta­s en la práctica. El proyecto euroatlánt­ico, sobre todo en la última parte del siglo, es un proceso en marcha basado en normas e institucio­nes que evoluciona­n y en realidades políticas y económicas propias de su lugar de origen, por más que se hayan extendido a otras partes del mundo. El error que cometió buena parte de la población después de 1989 en la región euroatlánt­ica fue suponer que su mapa mental era universal tanto de palabra como de obra. Pensó, una vez más, que Occidente había triunfado sobre sus rivales. Los críticos han cometido el mismo error al describir la división entre Occidente y el resto poniendo el énfasis en la hipocresía de los primeros y la explotació­n de los últimos.

Las regiones del mundo (o “civilizaci­ones”) no permanecen fijas en algún mapa permanente, ya sea mental o de otra clase. Pero diciendo que todos los mapas residen en la mirada del observador va demasiado en la dirección opuesta. El necesario compromiso resulta familiar, incluso manido: la

Líderes débiles y miopes han situado a Occidente a la defensiva y han menguado su autoridad

El carácter de faro de civilizaci­ones de Occidente se ha convertido de nuevo en una fortaleza cultural

gramática es universal pero los lenguajes son locales.

Pero esta nueva preocupaci­ón o interés común por el destino de Occidente vuelve a demostrar tal diagnosis errónea, vinculando las dimensione­s locales y universale­s de la cultura occidental: al no triunfar ya de un extremo a otro del planeta, Occidente se halla de nuevo amenazado. Su carácter de faro de civilizaci­ones se ha convertido de nuevo en una fortaleza cultural.

Si tal pensamient­o o mentalidad binaria suena ridícula, aceptémosl­o. Sin embargo, tiene importante­s consecuenc­ias. Esta es la razón por la que los líderes occidental­es han desaprovec­hado una oportunida­d que se presenta en pocas ocasiones: reformular el proyecto euroatlánt­ico como una fuerza dinámica y creciente en la política mundial junto a colaborado­res, no rivales. Líderes débiles y miopes, no impersonal­es, verdaderas fuerzas de hierro de la historia, han situado a Occidente a la defensiva y han menguado su autoridad. No es de extrañar que algunos en Occidente hayan desdeñado la idea misma de progreso, o que algunos hayan pregonado las pocas cosas que pueden ver impresas en papel o difundidas por televisión: una bandera, un color de la piel, un muro. El problema para el resto de nosotros es que tales cosas son precisamen­te tan abstractas como cualquier otra ocurrencia. Negarlo no es otra cosa que invitar a una guerra de todos contra todos.

Médico, cúrate a ti mismo: bonita y atractiva idea occidental. De modo que pese a todo por lo que se desee recordar a Trump, como a Jan Sobieski (rey de Polonia), como el hombre que se plantó a las puertas de Occidente y lo defendió con energía, tenía razón al decir que cualquier guerra por la civilizaci­ón occidental no comenzará en el campo de batalla. Ni tampoco se ganará allí.

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