El partido de los pobres
El AKP de Erdogan moviliza a la población turca a la que no le queda más solidaridad que la de la mezquita
Del mismo modo que los mitineros de otras latitudes despiertan bravos de sus forofos y hasta algún ¡guapo!, los espontáneos de Recep Tayyip Erdogan se arrancan con un “Dios es el más grande” que no se puede aguantar. Dios es el más grande y sus mítines, como el de la madrugada del domingo en Ankara para celebrar la derrota del golpe de Estado del año pasado, no son pequeños.
“Pena de muerte”, coreaban los cachorros de mirada mate, apelotonados detrás de las vallas. “Si el Parlamento me presenta una ley que la restaure, la firmaré”, tronaba complaciente el presidente. Lo que debía ser una muestra de unidad terminó siendo un acto de Erdogan y de su Partido de la Justicia y el Desarrollo (AKP), así como de su aliado, el ultranacionalista MHP.
Al presidente de la Asamblea Nacional y al jefe del Ejército no les importó. Lo que sin duda es un error es también menos injusto de lo que parece, puesto que los que pararon el golpe, por primera vez en la historia de Turquía, fueron los seguidores del conservador Erdogan, para mayor zozobra de la izquierda.
Los mítines de Erdogan pueden ser emotivos porque movilizan la Turquía que otros querrían pasiva, recluida en los suburbios y hacinada en los degradados barrios históricos. Por el mismo motivo también son un espectáculo desazonador, porque permiten visualizar la división social de Turquía y su uso político. El aspecto relamido y la gestualidad severa de Erdogan convierten la experiencia en algo todavía más inquietante, sobre todo a una hora tan poco prudente como las 2.30 de la madrugada con el telón de fondo de la Asamblea Nacional, cuya arquitectura granítica parece fascista, aunque sea de 1960.
El relato de lo que pasó la noche del golpe, tan distorsionado fuera de Turquía como machaconamente repetido en su interior, ha calado y hasta la oposición lo suscribe. Esta evaluación consensuada de los hechos, sin embargo, no se traduce en unidad política. Era impensable que el laico y socialdemócrata CHP, principal partido de la oposición, se sumara a los actos de la madrugada del domingo. Todavía más difícil era que lo hubiera hecho el prokurdo HDP, cuyos líderes están encarcelados después de que el Parlamento levantara su inmunidad.
El AKP es, más allá de definiciones ideológicas, el partido de los pobres. De las clases trabajadoras a las que, como en Pakistán, no les han dejado más referente que la solidaridad de la mezquita.
Durante la guerra fría, la izquierda turca fue masacrada debido al carácter geoestratégico de Turquía como baluarte frente a la URSS. El portavoz del AKP decía la semana pasada que “la mentalidad de guerra fría permitió que las demandas populares fueran relegadas”. Ese momento pasó, aunque el Bósforo y los Dardanelos sigan ahí. El AKP pesca mucho y bien en el vacío que deja la izquierda. Y el progresismo en Turquía, como en Pakistán, es cosa de ricos, un distintivo de clase.
Las familias numerosas que los domingos se apiñan con sus horni- llos junto al Cuerno de Oro, en picnics multitudinarios sobre el césped votan AKP. Están cerca, pero al mismo tiempo muy alejados, de las clases acomodadas que a esa misma hora beben cerveza en las terrazas del barrio de Moda, en la orilla asiática del mar de Mármara.
Turquía es un país dolorosamente polarizado, con ecos de Venezuela. Un país de sueldos bajos o muy bajos, que lo parecen todavía más frente a los rascacielos y centros comerciales de Ankara y Estambul.
El país está dividido y el público de Erdogan también, pero por sexos. Los hombres a un lado y las mujeres al otro. La gran mayoría de ellas se cubren el cabello con un pañuelo, pero las que no lo hacen parecen igualmente cómodas. No hay exhibición de símbolos religiosos porque mezclar religión y política de forma ostensible es ilegal.
Durante los 15 años que lleva en el poder, el AKP ha profundizado la democracia en varios parámetros, los que más cuentan para su electorado, para después acosarla y amordazarla en otros, los que más molestan a las clases medias.
Caricaturizar a Erdogan es demasiado fácil, porque a él mismo no sólo le trae al pairo lo que los opinadores liberales o izquierdistas o extranjeros o elitistas puedan pensar, sino que supone su munición más preciada. Erdogan no sólo ha acercado la administración a las masas, ha expandido los programas sociales y ha lanzado grandes inversiones en transportes, sino que sobre todo propone una gratificación simbólica. Él fue, al cabo, un chico de barrio, que en sus mítines sigue burlándose de los “turcos blancos”, en referencia, no al color de piel de los privilegiados, sino a su emulación de las costumbres europeas.