La Vanguardia

Entre los pliegues

La gestión de la renta garantizad­a de ciudadanía no puede ser centraliza­da y hay que exigir rendición de cuentas

- Alfredo Pastor A. PASTOR, cátedra Iese-Banc Sabadell de Economías Emergentes

Se atribuye a santa Teresa el dicho “el diablo está en los pliegues”, expresión más gráfica que la versión inglesa que lo sitúa en los detalles. El dicho viene a cuento de la noticia de la aprobación por el Parlamento de Catalunya, el pasado día 12, de una renta garantizad­a de ciudadanía (RGC) cuya aplicación se espera iniciar en septiembre. Se trata de una ayuda algo inferior al salario mínimo interprofe­sional (564 euros/mes con voluntad de llegar a los 600 euros), que podrán percibir los actuales perceptore­s de la renta mínima de inserción y aquellos mayores de 23 años, con dos de residencia en Catalunya, que hayan agotado las prestacion­es del desempleo, no perciban otros ingresos ni posean más patrimonio que su vivienda habitual (una salvedad que resultaría chocante en los países nórdicos). La ayuda será compatible con alguna otra, e incluso, en algunos casos, con trabajos remunerado­s por debajo de la RGC. Esta es, pues, una ayuda suplementa­ria, sin pretensión de convertirs­e en renta universal. Se estima su coste anual en unos 500 millones de euros, cifra que equivale a algo más del 1,5 por ciento del presupuest­o de gasto de la Generalita­t para el 2017. Una medida bien intenciona­da y en su esencia necesaria hoy por muchas razones. Pero vayamos a los pliegues.

¿En cuánto estiman nuestros representa­ntes el número de beneficiar­ios potenciale­s? Una sencilla división nos dice que habrá dinero para unos 70.000. Se trata, pues, de un experiment­o más que de una medida de gran alcance. Un acierto, si esa era la intención, porque sabemos muy poco de los efectos sobre el terreno de políticas de ese tipo, de modo que otros países –Francia, Canadá, Holanda o Finlandia– han optado por la experiment­ación. Pero para que un experiment­o dé informació­n ha de estar bien diseñado y cuidadosam­ente documentad­o, aspectos estos que nuestras administra­ciones –la catalana no es una excepción– suelen descuidar en extremo.

Al problema del diseño y la documentac­ión se añade el de la gestión. ¿De dónde saldrán los beneficiar­ios de la RGC? Unos, los más, vendrán del paro: 400.000 personas en la Catalunya de hoy, de los que una cuarta parte son jóvenes que ni trabajan ni estudian. Un segundo grupo lo formarán trabajador­es con salarios muy bajos o con trabajos precarios (un 16 por ciento de todos los atendidos por Cáritas); las familias monoparent­ales (un tercio de las familias atendidas por Cáritas lo son), y los más vulnerable­s, las más de 2.000 personas sin domicilio fijo en Barcelona, de las que la mitad duermen en la calle. Por último, un colectivo de magnitud desconocid­a y de procedenci­as muy diversas: los refugiados. Incluso esta clasificac­ión tan grosera permite observar que se trata de grupos muy distintos, con capacidade­s y necesidade­s muy distintas, sobre los que la puesta en marcha de la RGC cumplirá funciones diversas y tendrá efectos también diversos, según se trate, por ejemplo, de una familia estructura­da que está pasando un mal momento, de un joven sin cualificac­ión que vive con sus padres y ha renunciado a enviar su historial a diestro y siniestro o de una persona sin techo con un largo historial de abandono. Puede decirse que, a medida que descendemo­s por la espiral de la desgracia, la ayuda económica va perdiendo eficacia hasta el punto de poder resultar contraprod­ucente si no va acompañada de ayuda personal y contacto humano.

Ya se ve que cada colectivo ha de ser gestionado de forma distinta. Cuando se trata de una mala situación coyuntural con una sólida estructura familiar el tratamient­o puede ser relativame­nte uniforme y la administra­ción relativame­nte centraliza­da. En otros casos, que suelen ser los más, no basta con el dinero, hay que ayudar a la vuelta a la normalidad, con dos objetivos indispensa­bles, la vivienda y el trabajo; este, a su vez, requiere formación. En este nivel la gestión no puede ser centraliza­da: son quienes trabajan sobre el terreno lo que conocen la situación de cada cual y pueden tanto orientar a los beneficiar­ios como corregir posibles abusos. Este último elemento es muy importante para no desprestig­iar el proyecto y hace más difícil su financiaci­ón. Por eso mismo descentral­izar la gestión, confiando la administra­ción de la prestación a entidades locales, no sólo municipios, sino distritos o barrios, ha de venir acompañada de una exigencia de rendición de cuentas a la que nuestras administra­ciones no están acostumbra­das. En esos pliegues ha fijado el diablo su residencia.

Diseño, gestión y rendición de cuentas son asuntos que los responsabl­es del programa han de resolver para la satisfacci­ón del ciudadano, que es, en definitiva, quien lo financia. Ahora hay que reflexiona­r sobre las causas que han hecho necesaria la RGC: ¿por qué tanto paro, por qué tantas familias desestruct­uradas, por qué tantos jóvenes en la cuneta…?, no basta con gestionar esas lacras, hay que procurar eliminarla­s.

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PERICO PASTOR

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