Entre los pliegues
La gestión de la renta garantizada de ciudadanía no puede ser centralizada y hay que exigir rendición de cuentas
Se atribuye a santa Teresa el dicho “el diablo está en los pliegues”, expresión más gráfica que la versión inglesa que lo sitúa en los detalles. El dicho viene a cuento de la noticia de la aprobación por el Parlamento de Catalunya, el pasado día 12, de una renta garantizada de ciudadanía (RGC) cuya aplicación se espera iniciar en septiembre. Se trata de una ayuda algo inferior al salario mínimo interprofesional (564 euros/mes con voluntad de llegar a los 600 euros), que podrán percibir los actuales perceptores de la renta mínima de inserción y aquellos mayores de 23 años, con dos de residencia en Catalunya, que hayan agotado las prestaciones del desempleo, no perciban otros ingresos ni posean más patrimonio que su vivienda habitual (una salvedad que resultaría chocante en los países nórdicos). La ayuda será compatible con alguna otra, e incluso, en algunos casos, con trabajos remunerados por debajo de la RGC. Esta es, pues, una ayuda suplementaria, sin pretensión de convertirse en renta universal. Se estima su coste anual en unos 500 millones de euros, cifra que equivale a algo más del 1,5 por ciento del presupuesto de gasto de la Generalitat para el 2017. Una medida bien intencionada y en su esencia necesaria hoy por muchas razones. Pero vayamos a los pliegues.
¿En cuánto estiman nuestros representantes el número de beneficiarios potenciales? Una sencilla división nos dice que habrá dinero para unos 70.000. Se trata, pues, de un experimento más que de una medida de gran alcance. Un acierto, si esa era la intención, porque sabemos muy poco de los efectos sobre el terreno de políticas de ese tipo, de modo que otros países –Francia, Canadá, Holanda o Finlandia– han optado por la experimentación. Pero para que un experimento dé información ha de estar bien diseñado y cuidadosamente documentado, aspectos estos que nuestras administraciones –la catalana no es una excepción– suelen descuidar en extremo.
Al problema del diseño y la documentación se añade el de la gestión. ¿De dónde saldrán los beneficiarios de la RGC? Unos, los más, vendrán del paro: 400.000 personas en la Catalunya de hoy, de los que una cuarta parte son jóvenes que ni trabajan ni estudian. Un segundo grupo lo formarán trabajadores con salarios muy bajos o con trabajos precarios (un 16 por ciento de todos los atendidos por Cáritas); las familias monoparentales (un tercio de las familias atendidas por Cáritas lo son), y los más vulnerables, las más de 2.000 personas sin domicilio fijo en Barcelona, de las que la mitad duermen en la calle. Por último, un colectivo de magnitud desconocida y de procedencias muy diversas: los refugiados. Incluso esta clasificación tan grosera permite observar que se trata de grupos muy distintos, con capacidades y necesidades muy distintas, sobre los que la puesta en marcha de la RGC cumplirá funciones diversas y tendrá efectos también diversos, según se trate, por ejemplo, de una familia estructurada que está pasando un mal momento, de un joven sin cualificación que vive con sus padres y ha renunciado a enviar su historial a diestro y siniestro o de una persona sin techo con un largo historial de abandono. Puede decirse que, a medida que descendemos por la espiral de la desgracia, la ayuda económica va perdiendo eficacia hasta el punto de poder resultar contraproducente si no va acompañada de ayuda personal y contacto humano.
Ya se ve que cada colectivo ha de ser gestionado de forma distinta. Cuando se trata de una mala situación coyuntural con una sólida estructura familiar el tratamiento puede ser relativamente uniforme y la administración relativamente centralizada. En otros casos, que suelen ser los más, no basta con el dinero, hay que ayudar a la vuelta a la normalidad, con dos objetivos indispensables, la vivienda y el trabajo; este, a su vez, requiere formación. En este nivel la gestión no puede ser centralizada: son quienes trabajan sobre el terreno lo que conocen la situación de cada cual y pueden tanto orientar a los beneficiarios como corregir posibles abusos. Este último elemento es muy importante para no desprestigiar el proyecto y hace más difícil su financiación. Por eso mismo descentralizar la gestión, confiando la administración de la prestación a entidades locales, no sólo municipios, sino distritos o barrios, ha de venir acompañada de una exigencia de rendición de cuentas a la que nuestras administraciones no están acostumbradas. En esos pliegues ha fijado el diablo su residencia.
Diseño, gestión y rendición de cuentas son asuntos que los responsables del programa han de resolver para la satisfacción del ciudadano, que es, en definitiva, quien lo financia. Ahora hay que reflexionar sobre las causas que han hecho necesaria la RGC: ¿por qué tanto paro, por qué tantas familias desestructuradas, por qué tantos jóvenes en la cuneta…?, no basta con gestionar esas lacras, hay que procurar eliminarlas.