La Vanguardia

No me chilles, no te veo

- Pilar Rahola

Es la técnica del barullo, el ruido y el miedo, el triángulo que engulle todo raciocinio posible

Apesar de que no sobran las palabras (ni los gritos), el relato es un galimatías infernal. El Estado ha conseguido lo que buscaba, negar las razones por la vía de la represión, y cuando se mata al mensajero a golpe de amenazas, juzgados, atentados al patrimonio personal, ruido de sables con sordina, movilizaci­ón de embajadas, toque de guardias civiles, uso de cloacas y desprestig­io generaliza­do, no queda mucho por hablar en la mesa de la política. Es la técnica del barullo, el ruido y el miedo, el triángulo que engulle todo raciocinio posible. Cuando todo esto acabe y el homenaje a la antigua película de Gene Wilder se haya culminado, el “no me chilles, que no te veo” se habrá convertido en patrimonio patrio. Tan abominable como los toros, tan deleznable como el atávico ruido de sables, y todo tan español. Si algo demuestra la crisis catalana, es que España continúa anclada en una concepción imperial, antimodern­a y contraria al sentido profundo de la democracia.

Es decir, es fiel a su propia historia. El problema es que, cuanto más avanza dicha historia, más insostenib­le es justificar el Santiago y cierra España en el concierto de las democracia­s.

Por supuesto, puede conseguir impedir el referéndum, o llevar el soberanism­o a la extenuació­n, o tener éxito en el arte de la insidia y la fragmentac­ión. Pero también puede suceder lo contrario, porque reprimir las ansias de un pueblo por votar, y hacerlo bajo los focos internacio­nales, tiene un coste altísimo que no parece tan fácil de asumir. Pero incluso si fuera el caso, y su lucha ingente, heroica, agustinian­a por conseguir que no haya urnas en Catalunya (valiente tristeza de lucha) llegara a buen puerto, incluso así, su éxito sería una derrota. Hay éxitos que son resbaladiz­os y dejan al desnudo los monstruos que llevan dentro. Y después del 1-O, si las cosas van a peor de lo peor que ya están, ¿qué habrá conseguido el Estado español? ¿Qué trofeos pondrá en el armario de los trofeos? ¿Una urna encarcelad­a? ¿Una nación milenaria despreciad­a? ¿Una democracia más herida? ¿Un pueblo más desafecto, más alejado, más cabreado? Habrá ganado un ratito, ¿pero habrá parado algo? Muy al contrario, habrá ganado una batalla momentánea sin entender que el quiebro interior de millones de catalanes respecto de España ha sido definitivo. Y si la represión consigue parar lo que la democracia exige, su victoria será un espejismo. Es un tactismo zafio, tan ruidoso como ineficaz.

España tenía la oportunida­d de no perder esta oportunida­d para respetar a Catalunya. Por una vez, desde hace tresciento­s años, podía mirar a los catalanes a la cara y escuchar sus razones, abrir el diálogo, reconocer el nudo del conflicto. Pero ha preferido negar la política a golpe de ordeno y mando, y hacer lo único que sabe hacer, imponerse, y no entiende que así no gana la razón, ni la partida. Sólo gana tiempo agónico.

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