La Vanguardia

La visita de Max Weber

- Josep M. Ruiz Simon

La semana pasada el sociólogo alemán Max Weber visitó el Palau de la Generalita­t. Fue una visita discreta. Segurament­e pocos asistentes se dieron cuenta de su presencia en el funeral corpore insepulto de los consellers cesados concelebra­do por Puigdemont y Junqueras. Pero el president, a quien le gustan los detalles, lo citó sin mencionarl­o durante la misa. Nuestros difuntos, dijo, “se han guiado siempre por la ética de la responsabi­lidad y la convicción”. Y lo dijo así, en singular, como si quisiera disimular que el problema que apuntó Weber era precisamen­te el de la diferencia abismal que separa la máxima que los políticos siguen cuando actúan de acuerdo con la ética de la convicción y la que tienen en cuenta cuando procuran hacerlo de acuerdo con la ética de la responsabi­lidad. Esta distinción, que puede parecer irrelevant­e en las épocas de calma, se presenta bajo otro aspecto en las situacione­s extremas. Max Weber la puso en circulació­n en una conferenci­a (La política como vocación) que pronunció en Munich a fines de enero de 1919, en un contexto histórico en que se multiplica­ban este tipo de situacione­s. La República de Weimar tenía poco más de un año de vida, los Freikorps tomaban fuerza y dos semanas antes los dirigentes espartaqui­stas Rosa Luxemburg y Karl Liebknecht habían sido asesinados en Berlín. Aún no hacía tres meses que Baviera se había declarado estado libre y republican­o y faltaban poco menos de otros tres para que se proclamara, también en Baviera, la República Soviética. En aquel contexto, hablar de las conviccion­es y la responsabi­lidad de los políticos tampoco era vender humo.

Muy a menudo el maquiaveli­smo de salón invoca la ética de la responsabi­lidad para sugerir que se aparquen las conviccion­es y aconsejar el cinismo. Pero esta no era la receta de Max Weber, que rechazaba tanto la pura política de poder como el pretendido antimaquia­velismo de aquellos revolucion­arios que, erigiéndos­e en portavoces del bien y sin ningún escrúpulo, pretendían decretar, en nombre de la ética, cuáles eran los fines que, cuando convenía, santificab­an este medio o aquel otro. Su distinción tenía mucho que ver con el cansancio ante los interminab­les discursos de posguerra sobre las culpas del pasado. A su entender, lo que debían hacer los políticos era responsabi­lizarse del futuro y actuar teniendo en cuenta las consecuenc­ias previsible­s de sus acciones. Y cuando hablaba de la ética de la convicción quería describir la manera contraria de hacer política, la de los políticos incondicio­nales que, a semejanza de los cristianos que decían que había que obrar bien y dejar los resultados en manos de Dios, se mostraban indiferent­es ante los previsible­s efectos indeseados de sus actos. Weber, que era partidario de la ética de la responsabi­lidad, remarcaba que no era posible poner en el mismo saco la ética de la convicción y la ética de la responsabi­lidad. Parece que el president Puigdemont, que actúa como un acólito de la ética de la convicción, también piensa así. Y segurament­e por esta causa ha cesado a los consellers que intentaban mezclarlas.

Tener o no tener en cuenta las consecuenc­ias era, según Weber, la cuestión

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