Ser torero y parecerlo
ENRIQUE MOLINA TORERO (1935-2017)
Aunque a algunos les suene raro, ser torero va más allá de vestirse de luces y enfrentarse a un toro en una plaza. Por encima de la gloria y el fracaso, del reconocimiento o el olvido, ser y sentirse torero implica una forma de encarar la vida en la que el desafío con la muerte en aras de la creación artística es la piedra angular y Enrique Molina, que ahora, con 82 años, ha muerto sin memoria en un geriátrico de Lloret de Mar, es ejemplo de ello.
Enrique Molina llegó de niño a Barcelona con su familia el mismo año de la muerte de Manolete y fue aquí donde sintió la llamada del toreo. Aquella Barcelona que a mitad del siglo pasado era el epicentro del mundo taurino, precisamente con Manuel Rodríguez como gran ídolo (100 años de su nacimiento se acaban de cumplir entre el silencio oficial y el homenaje de la afición que resiste) y en la que la escuela taurina del eibarrés Pedro Basauri Pedrucho gozaba de gran predicamento y a ella se apuntó Enrique Molina, apenas entrado en la adolescencia. Pedrucho, que murió en 1973, torero, gentil (se destocaba al paso de las señoras que le reconocían por el paseo de Gràcia) y bohemio, enseñó a Molina en sus primeros pasos taurinos, en los que coincidió con otros jóvenes aspirantes a la gloria. Entre ellos Fermín Murillo y José María Clavel, a los que un avispado crítico teatral, José María Villapecín, juntó en lo que se llamó los Niños Toreros, con los que debutó en 1949 en Las Arenas en la parte seria de un espectáculo cómico-taurino, tan habitual entonces y ahora proscrito en aras de lo políticamente correcto.
La presentación con picadores fue en Valencia, en 1951, alternando, claro, con sus inseparables Murillo y Clavel, y el día de San José de 1952 el trío se anunció en Las Ventas, con una novillada de Isaías y Tulio Vázquez que, dada su presencia y malas ideas y la inexperiencia de los tres jóvenes, era toda una invitación a abandonar los sueños. Una encerrona en la que el tal Villapecín quedó retratado.
Antes de la alternativa toreó, ya con otros compañeros de cartel, varias novilladas, entre ellas una de gran éxito en Las Arenas en 1955. El paso a matador tuvo como escenario la plaza de San Feliu de Guíxols, el 6 de septiembre de 1959, de manos de Enrique Vera y en los cuatro años siguientes toreó una quincena de corridas, optando por retirarse, también en la citada plaza de aquella Costa Brava de toros e incipiente turismo, el 22 de septiembre de 1963. Pero su pasión taurina le hizo pasarse a las filas de los banderilleros un par de años más tarde hasta la retirada definitiva en La Monumental en 1987.
En esos años, Enrique Molina también ejerció de maître en varios restaurantes de Barcelona y él mismo, junto a su esposa, regentó uno en la calle Homero, en el Putxet. Siguió vinculado al toreo desde los primeros años de la Escuela Taurina de Catalunya, de donde saldrían toreros como Serafín Marín, Jiménez Caballero, Jesús Fernández o Elisabet Piñero, a quien dio un consejo que le define: “Hay que ser torero y parecerlo”.
Gran amigo de Mario Cabré, su porte, elegancia y dotes de rapsoda formaban parte de una personalidad de bohemia y bonhomía, que paseaba por la vida con la elegante distinción de quien fue tan torero en la plaza como en la calle.