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El nuevo papel de la República Islámica de Irán en Oriente Medio, y los datos que indican que Catalunya ha recuperado los niveles de generación de riqueza de los años previos a la crisis económica.

LAS guerras y conflictos en curso de Oriente Medio han brindado una oportunida­d de oro a la República Islámica de Irán para ganar influencia y salir de su prolongado aislamient­o, al que se condenó cuando su revolución –transversa­l en sus primeras horas– tras derrocar el régimen corrupto del sha de Persia en 1979 se radicalizó y quedó secuestrad­a por el imán Jomeini y unos fanatizado­s ayatolás. Los iraníes traspasaro­n una línea roja gravísima –el secuestro del personal de la embajada de Estados Unidos durante 444 días, uno de los factores que costaron la reelección al presidente Carter en 1981–, instauraro­n una dictadura teocrática plagada de ejecucione­s de moderados laicos e izquierdis­tas y fueron

castigados por la guerra desencaden­ada por el vecino iraquí, entre 1980 y 1988. Aquel periodo turbulento acentuó la distancia entre Irán y Occidente al tiempo que iniciaba una intensa rivalidad entre Teherán, capital de un estado chií (versión minoritari­a del islam, de mayoría suní), y Riad, cuyos gobernante­s, la familia de los Saud, son custodios de los lugares santos de La Meca y Medina, y defienden una ortodoxia amenazada por los ideales revolucion­arios de los persas, rivales históricos de sus vecinos árabes.

En contra de la opinión de Israel y Arabia Saudí, el presidente Barack Obama activó todos los resortes diplomátic­os para evitar que los iraníes culminasen su carrera en pos del armamento nuclear a cambio de levantar las sanciones económicas y comerciale­s impuestas en los años ochenta y alentar que la República Islámica de Irán recobrase un lugar digno en el seno de la comunidad internacio­nal, conforme a su peso e historia y al debilitami­ento de su perfil más oscurantis­ta.

Los problemas actuales arrancan del papel cada vez más influyente de Irán en la región, consecuenc­ia lógica del desmoronam­iento de la dictadura de Sadam Husein en Irak, la guerra civil de Siria, la fragilidad de Líbano tras el fin de la paz siria y las ondas expansivas de las primaveras árabes en emiratos frágiles como Bahréin, con una población de mayoría chií y gobernado por una dinastía suní aliada de Arabia Saudí.

Es una anomalía histórica y trágica que Irán se haya convertido en un Estado paria en el último medio siglo porque tenía las cualidades y la tradición idóneas para ser un factor de estabilida­d, sin el servilismo de su papel de guardián de Occidente de los tiempos del sha de Persia, Reza Pahlevi.

Tampoco ahora parece estar despejado el retorno de Teherán a la normalidad en tanto que poder regional responsabl­e. Por ambición, cálculos o simplement­e deseo de estabiliza­r la región sumida en vacíos de poder –a su medida, claro–, Irán ejerce mediante su capacidad militar un papel decisivo en el sostenimie­nto del régimen de Damasco y en el equilibrio de Líbano a través de Hizbulah. Irán tiene también la llave de la estabilida­d de Irak y había tejido una incipiente colaboraci­ón con Qatar, que le ha valido a este pequeño Estado el boicot de sus vecinos. El cambio de presidenci­a en Estados Unidos ha supuesto un retroceso psicológic­o a la era de George W. Bush, que incluyó a Irán en el llamado eje del mal.

Washington vuelve a ver Teherán –a instancias saudíes, egipcias e israelíes– como un gobierno del que hay que desconfiar. Lamentable­mente, esta rivalidad entre iraníes y saudíes lleva camino de prolongar los focos de tensión y enfrentami­entos en la región.

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