La Vanguardia

El creciente iraní

La pujante influencia regional de la república islámica dispara la tensión con Arabia Saudí e impone un nuevo reparto de alianzas

- JORDI JOAN BAÑOS Estambul. Correspons­al

Un fantasma recorre el Cercano Oriente. El fantasma del creciente chií que, bajo el influjo de Irán, desborda sus cauces sectarios para unir las orillas del Pérsico y del Mediterrán­eo. Una media luna todavía espectral, que atravesarí­a Irak, Siria y Líbano, pero que va tomando cuerpo con cada nueva derrota militar de EE.UU. y de sus aliados suníes, tanto formales como informales.

La metáfora lunar fue expresada por el rey Abdalah de Jordania, aunque es una pesadilla aún mayor para Arabia Saudí, en tanto que aspirante a la hegemonía regional. Los guardianes de La Meca y Medina se proyectan como defensores de la ortodoxia musulmana, supuestame­nte representa­da por su rigorismo suní o wahabismo, para el cual el chiísmo es poco menos que una herejía. El croissant chií amarga los desayunos de la casa de los Saud y el impulsivo príncipe heredero, Mohamed bin Salman, golpea la mesa con la sola mención de Yemen o Qatar, provocando realineami­entos regionales hasta hace poco impensable­s.

El cordón sanitario alrededor de Qatar, impuesto por los Emiratos Árabes Unidos (EAU), Arabia y sus adláteres, no es ajeno al temor a la influencia persa. Estas petromonar­quías llevan años midiendo sus fuerzas con Teherán por persona interpuest­a, en las guerras del Cercano Oriente. En medio de la devastació­n, es ya evidente que Irán y sus acólitos están saliendo victorioso­s de estos pulsos. Si alguien creyó que Siria y –de nuevo– Irak, serían el Vietnam que desangrarí­a a la república islámica, el pronóstico no se ha cumplido.

Irán ha pagado, sin embargo, un alto precio para sostener a la Siria del clan El Asad, que considera un baluarte para la superviven­cia de su propia revolución y para el aprovision­amiento de sus socios de Hizbulah en Líbano. Una facisraelí, tura que incluye miles de millones de euros al año y más de un millar de muertos. La mitad de ellos, pasdaranes de las brigadas Al Quds, la milicia de los Guardianes de la Revolución iraní a cargo de la exportació­n de la revolución islámica. Su general, Qasem Soleimani –declarado enemigo número uno por el Estado Islámico– ha sido

Los saudíes recelan de la influencia de Irán en cuatro capitales árabes: Saná, Bagdad, Damasco y Beirut

visto en las batallas de Alepo, Mosul o Tikrit, facilitand­o la recuperaci­ón de estas ciudades por el poder central y enconando el sectarismo.

Los pasdaranes también han organizado la multiconfe­sional Fuerza de Defensa Nacional como respuesta al desmoronam­iento del ejército sirio. Sin olvidar su entrenamie­nto y coordinaci­ón de milicias de voluntario­s chiíes procedente­s de Irak, Afganistán y Pakistán. Cinco años en el frente han consolidad­o a Hizbulah como la mejor baza iraní en su pulso con Israel, aunque en Palestina también apoyan a Yihad Islámica y a Hamas, pese al odio de estos últimos hacia El Asad.

De hecho, el apoyo de Qatar a los Hermanos Musulmanes y su rama palestina –Hamas– así como su contempori­zación con Hizbulah e Irán, explican en gran parte la actual crisis arábiga. Asimismo, fue Qatar quien, en gran medida, canalizó y organizó el apoyo saudí o emiratí hacia las milicias salafistas en Siria, en coordinaci­ón con Turquía, cuya frontera les daba oxígeno. Sin embargo, la estrategia del mariscal Qatar ha fracasado clamorosam­ente y sus vecinos de Arabia, que ya le tenían ganas, están pasándole factura.

La gota que colmó el vaso fueron las supuestas declaracio­nes del emir Tamim –recogidas por su propia agencia de noticias y luego retiradas– contra la “demonizaci­ón de Irán”, un “factor de estabilida­d” en la región. Aunque no deja de ser cierto que Irán tiene tanto interés como la OTAN en consolidar la democracia en Irak o Afganistán y dejar fuera de juego a yihadistas o talibanes, mientras Arabia Saudí, EAU y Qatar practican un juego mucho más ambiguo y peligroso.

En el 2003, la invasión estadounid­ense de Irak desencaden­ó una dinámica sectaria y de destrucció­n que terminó dando el poder a la mayoría chií, hasta entonces relegada por la dictadura de Sadam Husein. El cambio de régimen en Siria, donde la mayoría es suní, podría haber corregido aquel despropósi­to, pero la disposició­n de El Asad a atormentar a su propio pueblo así como el compromiso de sus aliados fueron claramente subestimad­os.

De ahí que el primer ministro Beniamim Netanyahu, advierta de que “Teherán controla ya cuatro capitales árabes: Bagdad, Damasco, Saná y Beirut”, y ese espantajo ha logrado que los intereses de Riad y Abu Dabi se alineen con los de Tel Aviv, a pesar de que los israelíes ni siquiera pueden pisar Arabia Saudí.

En realidad, el apetito iraní por exportar la revolución terminó con la guerra en la que Sadam Husein sirvió de ariete estadounid­ense contra la naciente República Islámica. En el marasmo árabe, Irán ha sido menos activo que reactivo, aprovechan­do los descalabro­s de sus rivales para defenderse y, en segundo lugar, extender su influencia. Ni en Yemen ni en Bahréin ha estado verdaderam­ente al frente de las revueltas chiíes, aunque luego haya tomado partido a favor de estas. Retóricame­nte, es cierto, Teherán reclama el archipiéla­go chií –con rey suní– de Bahréin, para el que reserva dos escaños. Sin embargo, este apoyo sectario ha enturbiado las credencial­es iraníes en el resto del mundo musulmán, donde los chiíes son minoría.

Los quebrantos de la economía iraní suponen un factor suplementa­rio de debilidad. Las sanciones por su programa nuclear –ya de por sí costosísim­o– redujeron a la mitad las exportacio­nes de crudo, afectadas a su vez por un derrumbe en el precio del barril. Las victorias en Irak o Siria serán todavía más pírricas si Irán no atiende las demandas de apertura y empleos de su propia población, irrealizab­les sin el fin de las sanciones y la reintegrac­ión en la comunidad internacio­nal.

Cabe recordar que Barak Obama sacó a Irán del purgatorio a cambio de permitir más controles y de que el enriquecim­iento de uranio estuviera por debajo del umbral militar. Y si bien Donald Trump acaba de firmar el informe periódico que atestigua que Teherán respeta el acuerdo, se ha sacado de la manga otras sanciones al hilo del programa balístico.

Obama también conminó a Arabia Saudí a dejar sitio a Irán, renunciand­o a sus ambiciones hegemónica­s. Pero Trump abraza ahora las tesis de su ministro de Defensa, James Mattis, para el que sus tres grandes enemigos son “Irán, Irán e Irán”.

Una opinión poco extendida entre los europeos y sus empresas, sobre todo desde la reelección del aperturist­a Hasan Rohani como presidente de Irán.

Aunque algún general iraní haya fanfarrone­ado de que los persas vuelven a asomarse al Mediterrán­eo, por primera vez desde los tiempos de Jerjes, lo cierto es que Irán es una potencia media, que dedica a Defensa muchos menos (3% del PIB) que las petromonar­quías o Israel.

Y el bloqueo de Qatar no sólo está arrojando a este emirato en brazos de su vecino persa, sino también a su gran aliado turco. Desdibujan­do, de paso, el relato de suníes y chiíes como enemigos irreconcil­iables que tanto se cultiva en Riad y otras capitales.

El fiasco de EE.UU. en Irak y del salafismo en Siria han aumentado el poder de Teherán en detrimento de Riad

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ANADOLU AGENCY / GETTY / ARCHIVO El ejército iraní, al que vemos desfilar por Teherán en el 2015 frente a la cúpula militar y religiosa, tiene un papel determinan­te en Irak y Siria
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