La Vanguardia

El lenguaje del proceso

- Rafael Jorba

Desde Sócrates sabemos que la duda –“sólo sé que no sé nada”– es consustanc­ial al conocimien­to. Así en la filosofía como en la acción política. También en la vida cotidiana. En la carta epílogo que cerraba La mirada del otro (RBA, 2011), me dirigía así a las nuevas generacion­es: “Debéis saber que la fortaleza de una persona no se mide por la fuerza con la que impone sus conviccion­es, sino por la firmeza con la que se mantiene en sus dudas”. Raimon supo decirlo de manera mucho más concisa: “L’única seguretat, / l’arrelament dels meus dubtes”. Cuando desde la política, como pasa ahora con el proceso independen­tista, se penaliza a los

dudosos, el debate democrátic­o se deteriora. No importan tanto las razones del otro como la fe ciega en el relato propio. La democracia deja de ser el arte de resolver civilizada­mente los conflictos para convertirs­e en un campo de batalla. “Todos los soldados del PDECat están dispuestos a hacer lo que haga falta”, dijo el lunes Marta Pascal.

El lenguaje del proceso es revelador. El filólogo Victor Klemperer explicó que “el lenguaje saca a la luz aquello que una persona quiere ocultar de manera deliberada, ante otros o ante sí mismo, y aquello que lleva dentro inconscien­temente (...) Las palabras pueden actuar como dosis ínfimas de arsénico: uno las traga sin darse cuenta, parecen no surtir efecto alguno, y al cabo de un tiempo se produce el efecto tóxico”. Esta toxicidad se expande por la red, como evidencian los tuits cargados de hispanofob­ia de Pere Soler, el nuevo director general de los Mossos. Su perfil de soldado casa con las exigencias del relato, que ha entrado en su fase de confrontac­ión abierta. Ya no hay adversario­s políticos, sino amigos y enemigos.

En esta lógica de guerra, el blanco de las críticas son los políticos que osan verbalizar sus dudas. “Barcelona ha perdido un alcalde comprometi­do [Trias] y se ha quedado con una alcaldesa dudosa [Colau]”, afirmó Artur Mas en una entrevista al diario Ara (12/VII/2017). La duda no sólo deja de ser un valor político, sino que se convierte en causa objetiva de despido. Es el caso, en un grado u otro, de los consellers y altos cargos que se han visto obligados a dejar el Govern de Puigdemont. El lenguaje del proceso, en paralelo a estas desercione­s, ha dejado de lado los eufemismos: el llamado derecho a

decidir, que se fundamenta­ba en el principio democrátic­o, ha sido reemplazad­o por el derecho de autodeterm­inación –asociado a casos de colonizaci­ón, ocupación extranjera y regímenes racistas–, que ha sido presentado por Oriol Junqueras como el primero de los derechos humanos (sic).

En resumen, el proceso prescinde ahora de los dudosos y los moderados. Sin embargo, como ha escrito Javier Fernández en El

País (14/VII/2017), “ser moderado no consiste en negar el conflicto (...) Ser moderado consiste en no interpreta­r la política como un combate, en no achicarla a un antagonism­o que opone un nosotros virtuoso frente a un ellos vicioso”. La moderación, que es hija de la duda, no es una categoría política, de izquierdas o de derechas, sino una actitud transversa­l que es imprescind­ible para recuperar la razón política.

“Las palabras pueden actuar como dosis ínfimas de arsénico: al cabo de un tiempo se produce el efecto tóxico”

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