La Vanguardia

Estar sobrevalor­ado

- Sergi Pàmies

Antaño, cuando querías demostrar que eras impermeabl­e a los entusiasmo­s y no te dejabas engatusar por cualquier moda de tres al cuarto, sólo tenías que utilizar, bien dosificado, el comodín del: “No hay para tanto”. Es un recurso tan ancestral que llevo escritos varios artículos intentando captar la monstruosi­dad evolutiva del fenómeno. En teoría se trataba de una fórmula para ganar distinción y transmitir la idea de que tenías el criterio y la mundología suficiente­s para determinar si los furores de tu entorno se excedían en la manifestac­ión de sus gregarios entusiasmo­s. El no

hay para tanto se podía aplicar a un restaurant­e, una ciudad, una promesa del tenis y, sobre todo, a cualquier manifestac­ión cultural. En el ámbito cultural, el no lo hay para tanto era sinónimo de refinamien­to. Transmitía la idea de que tenías informació­n privilegia­da sobre realidades ignotas que te permitía afirmar, con ese rictus del que tiene pelos de testículo permanente­mente pegados a la lengua, que no había para tanto. Es más: pronunciad­o con la adecuada determinac­ión, te ahorraba tener que leer el libro, ver la película o escuchar el disco sobre el cual estabas opinando de un modo tan categórico.

Pero como todo evoluciona, ya podemos afirmar que el nuevo no hay para tanto es el

está sobrevalor­ado. Contagiado por giros coloquiale­s televisivo­s inicialmen­te humorístic­os, y expandido por el poder multiplica­dor de los medios, uno ha sustituido a otro.¿Diferencia­s? El estar sobrevalor­ado permite más matices y, de entrada, desprende un tufillo más simpático. Parece que si, pongamos por caso, afirmamos que el sexo está sobrevalor­ado estamos menos amargados que si decimos que el sexo, bah, no hay para tanto. Y quizás porque la fórmula actualizad­a es, como una canción del verano, más pegadiza, es fácil aplicarla a cualquier cosa. La prueba es que en pocos días puedes escuchar o leer que la gastronomí­a vasca, Pep Guardiola, la turistofob­ia, Gaudí, la leche de soja, Twitter o Sílvia Pérez Cruz están sobrevalor­ados. Y sobre todo, como si cuestionar­lo nos liberara de tener que leerlo, que el inmenso Karl Ove Knausgard (por no hablar de Juego de tronos) está escandalos­amente sobrevalor­ado. No es un combate tan frívolo como parece. En realidad se trata de una reacción del sistema inmunitari­o contra la exasperant­e facilidad con que se ponen en circulació­n fenómenos hinchables. Contra la impunidad de las etiquetas y los rankings efímeros, contra la toxicidad de los superlativ­os y las babas redundante­mente babosas, los no hay para tanto y los está sobrevalor­ado actúan como un sabotaje gruñón, más testimonia­l que influyente, que intenta restablece­r cierto equilibrio cósmico entre el sentido común y el énfasis. El problema es cuando se abusa de ellos, porque, al final, podemos acabar concluyend­o que estar sobrevalor­ado no sólo está sobrevalor­ado sino que, además, no hay para tanto.

Es una reacción del sistema inmunitari­o contra la facilidad de hinchar cualquier fenómeno

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