Estar sobrevalorado
Antaño, cuando querías demostrar que eras impermeable a los entusiasmos y no te dejabas engatusar por cualquier moda de tres al cuarto, sólo tenías que utilizar, bien dosificado, el comodín del: “No hay para tanto”. Es un recurso tan ancestral que llevo escritos varios artículos intentando captar la monstruosidad evolutiva del fenómeno. En teoría se trataba de una fórmula para ganar distinción y transmitir la idea de que tenías el criterio y la mundología suficientes para determinar si los furores de tu entorno se excedían en la manifestación de sus gregarios entusiasmos. El no
hay para tanto se podía aplicar a un restaurante, una ciudad, una promesa del tenis y, sobre todo, a cualquier manifestación cultural. En el ámbito cultural, el no lo hay para tanto era sinónimo de refinamiento. Transmitía la idea de que tenías información privilegiada sobre realidades ignotas que te permitía afirmar, con ese rictus del que tiene pelos de testículo permanentemente pegados a la lengua, que no había para tanto. Es más: pronunciado con la adecuada determinación, te ahorraba tener que leer el libro, ver la película o escuchar el disco sobre el cual estabas opinando de un modo tan categórico.
Pero como todo evoluciona, ya podemos afirmar que el nuevo no hay para tanto es el
está sobrevalorado. Contagiado por giros coloquiales televisivos inicialmente humorísticos, y expandido por el poder multiplicador de los medios, uno ha sustituido a otro.¿Diferencias? El estar sobrevalorado permite más matices y, de entrada, desprende un tufillo más simpático. Parece que si, pongamos por caso, afirmamos que el sexo está sobrevalorado estamos menos amargados que si decimos que el sexo, bah, no hay para tanto. Y quizás porque la fórmula actualizada es, como una canción del verano, más pegadiza, es fácil aplicarla a cualquier cosa. La prueba es que en pocos días puedes escuchar o leer que la gastronomía vasca, Pep Guardiola, la turistofobia, Gaudí, la leche de soja, Twitter o Sílvia Pérez Cruz están sobrevalorados. Y sobre todo, como si cuestionarlo nos liberara de tener que leerlo, que el inmenso Karl Ove Knausgard (por no hablar de Juego de tronos) está escandalosamente sobrevalorado. No es un combate tan frívolo como parece. En realidad se trata de una reacción del sistema inmunitario contra la exasperante facilidad con que se ponen en circulación fenómenos hinchables. Contra la impunidad de las etiquetas y los rankings efímeros, contra la toxicidad de los superlativos y las babas redundantemente babosas, los no hay para tanto y los está sobrevalorado actúan como un sabotaje gruñón, más testimonial que influyente, que intenta restablecer cierto equilibrio cósmico entre el sentido común y el énfasis. El problema es cuando se abusa de ellos, porque, al final, podemos acabar concluyendo que estar sobrevalorado no sólo está sobrevalorado sino que, además, no hay para tanto.
Es una reacción del sistema inmunitario contra la facilidad de hinchar cualquier fenómeno