Trenes
El anterior economista jefe del FMI Olivier Blanchard recordaba de vez en cuando que en su Francia natal los pasos a nivel incluyen un cartel que advierte que “un tren puede esconder otro”, para evitar que el impaciente ciudadano harto de la espera se abalanzase al ir viendo que termina de pasar el primero…para darse de bruces con el segundo.
Con cierta perspectiva, la recomendación del sistema ferroviario francés es aplicable a los retos que afrontamos en la actualidad. Tras la severa crisis que ha sido calificada como la gran recesión o la crisis financiera global del 2008, y que llevamos varios años discutiendo hasta qué punto hemos conseguido superar, nos estamos encontrando con una nueva generación de retos de alcance que están resultando ser no menos exigentes que los experimentados desde esa fecha. Descubrimos ahora que muchos de esos cambios se habían iniciado antes de esa fecha pero habían quedado escondidos –como el segundo tren del que advierten las señales francesas– por las urgencias dramáticas de la crisis originadas en el mundo financiero y trasladadas con crudeza a la economía real, el famoso impacto de Wall Street sobre Main Street, en la jerga anglosajona.
La profundidad de los cambios tecnológicos, en ámbitos ahora tan conocidos y debatidos como la digitalización, la robotización, la inteligencia artificial (lo que se ha dado en denominar la nueva –cuarta, concretan algunos– revolución industrial) y sus disruptivos impactos sobre las empresas y las sociedades, aparecen, a medida que los indicadores macroeconómicos van recuperándose, como nuevas condiciones de entorno ante las que la necesidad de adaptación es tan perentoria como generadora de perplejidades.
El gran alcance de los nuevos retos deriva, entre otras causas, de que alguno de los legados de la crisis llamada financiera –el primer tren en pasarnos por delante (en ocasiones, por encima)– como la precarización del mercado de trabajo y el declive de las clases medias occidentales que habían sido baluartes de su prosperidad económica y estabilidad política, se ven agravados, al menos inicialmente, por el segundo tren de la disrupción tecnológica. Tras algunos escarceos en que perdimos el tiempo discutiendo si eran galgos o podencos –globalización o tecnología– los causantes de las tensiones, ahora deberíamos constatar que el problema de fondo es que las nuevas realidades tecnológicas y económicas requieren nuevas formas de articulación social y política, que las hagan no sólo razonablemente equitativas (inclusivas) sino que permitan sostener las fuentes de prosperidad y bienestar. Deberíamos constatar que el problema esencial no es tanto defensivo como creativo: no se trata de frenar cambios potencialmente eficientes y positivos sino de articular los mecanismos sociopolíticos que propicien su conexión con los intereses generales de nuestras sociedades.
El problema esencial no es tanto defensivo como creativo