En general, silencio
Francia es un país de violencia callada, con explosiones sangrientas en lo religioso –la noche de San Bartolomé; el anticlericalismo que desembocó en el laicismo de Estado; las razzias de judíos en 1942– y lo político, si el término cabe a la Revolución Francesa, que acabó con la monarquía como representación terrena de Dios. Lo militar no es una excepción: Pierre Larousse, en su primer diccionario, ensalza al general Bonaparte, pero ignora al emperador Napoleón I. Observado con desconfianza por los republicanos, reprimidos por las armas durante la Comuna, su imagen enturbiada por la derrota de 1940 y la colaboración con los alemanes, sin olvidar la tortura en Argelia, cuya sistematización será exportada, al militar se lo aplaude el 14 de Julio y se lo ignora luego. No en vano el nombre familiar de la Armada es la Grande Muette: poderosa pero muda, la reunión de fuerzas de aire, mar y tierra carece del elemental derecho a votar. Tampoco puede manifestar opiniones políticas. Ni económicas. Si el presidente de la República está por encima del general que comanda las tres armas, por debajo del presidente hay una ministra de Defensa –término políticamente correcto en lugar de guerra– que según especificó Macron el 19 de julio, es quien puede discutir el presupuesto.