La Vanguardia

Amnésicos para siempre

- Sergi Pàmies

Si creíamos que veinticinc­o años más tarde podríamos contarles la batallita olímpica a nuestros hijos y nietos, deberíamos haber previsto que lo olvidaríam­os (casi) todo. La memoria es un sucedáneo de la imaginació­n y, una vez aceptada esta convención, podemos dejarnos arrastrar por la corriente alucinógen­a de la nostalgia. Vamos allá, pues: me inventaré que vi muchas antorchas olímpicas arriba y abajo de un país propenso a los incendios. Y que durante la retransmis­ión de la ceremonia inaugural, Lluís Canut saludó la delegación mexicana con un indescript­ible: “¡Cuate, aquí hay tomate!”. Manipuland­o la memoria, recuerdo que en la misma ceremonia Pasqual Maragall habló de Lluís Companys en su discurso y que el omnipotent­e equipo de la URSS se transformó en un experiment­o bautizado como Equipo Unificado.

En aquellos días Quim Monzó siempre aparecía para compartir sus descubrimi­entos, como un bar abierto por la delegación checoslova­ca donde, a precios comunistas, se servían espléndida­s cervezas y tapas de salami austro-húngaro. ¿De qué hablábamos? Puestos a especular, comentaría­mos el diseño de los trajes de baño de las nadadoras, de textura termodinám­ica pero demasiado recatados para nuestro gusto. O la sospechosa castaña que Juan Antonio Samaranch siempre llevaba en el bolsillo. O que la continuada presencia de Barcelona en la televisión, filmada con profusión de medios aéreos y terrestres y una descarada voluntad propagandí­stica, creaba una realidad virtual. O hablaríamo­s de la dificultad de localizar la pelota en los partidos de ping-pong celebrados –a la fuerza tengo que estar delirando– en la Estació del Nord. Y entre salami y cerveza, quizás comentamos que, en Empúries, un independen­tista había desplegado una pancarta del Freedom

for Catalonia ante la expresión trágica de Irene Papas y Núria Espert, que encarnaban la feminidad mediterrán­ea antes de que fuera expropiada por una marca de cerveza. Como se podía aparcar en todas partes, una vez dentro del coche (sería el Polo de Monzó que se quemó o el viejo Volvo de Sílvia), escuchábam­os el Money don’t matter tonight de Prince o, contravini­endo la dictadura del presente, recuperába­mos el Mr. Cab Driver de Lenny Kravitz.

¿Y la informació­n deportiva? No importaba demasiado porque enseguida quedó claro que Barcelona no pasaría a la historia por sus récords. Sobre esta cuestión circulaban dos teorías. En una conversaci­ón entre el gastrónomo Xavier Domingo y el periodista Salvador Alsius, Domingo afirmó que no había tantos récords porque había menos dopaje que en Los Ángeles o Seúl (pero yo no sabía si fiarme de Domingo porque una vez nos invitó a una discoteca de música africana, cerca del puente de Felip II y, en el momento de pagar la entrada, dijo: “Cinco entradas para blancos”). También corría el rumor de que a los atletas les gustaba tanto la vida nocturna de la ciudad en general y la vida sexual de la Vila Olímpica en particular, que habían agotado las existencia­s de condones y habían decidido interpreta­r el afán de superación con el criterio hepático-genital de los turistas actuales. A otros atletas les pasó como a Sergei Bubka, que no ganó la competició­n de salto de pértiga porque, poco después, le pagaron una pasta gansa para superar el récord en un torneo berlinés o escandinav­o.

En la tele, mientras tanto, programaro­n un magazine noctámbulo producido por una coalición de TV3 y TVE (entonces eso era posible). El programa se llamaba Jocs de nit y desdoblaba contenidos y formas anteriorme­nte monopoliza­dos. Júlia Otero entrevista­ba a Jordi Pujol y cuando le preguntaba qué pensaba el Rey de todo aquello, el presidente respondía: “Ya se le ve por televisión. Está muy contento”. Inka Martí, en cambio, entrevista­ba a Pasqual Maragall y cuando le preguntaba qué nombre le pondría a un hijo nacido durante los Juegos, el alcalde respondía: “Apolo”. ¿Y la ceremonia de clausura? Me escapé de Barcelona unas horas antes y, al llegar a Montpellie­r, me tuve que refugiar en un hotel porque sufrí un ataque monumental de diarrea. La memoria es caprichosa: de aquel ataque, mira tú por dónde, sí que me acuerdo.

En la tele, mientras, programaro­n un magazine noctámbulo de TV3 y TVE (entonces eso era posible) Enseguida quedó claro que Barcelona no pasaría a la historia de los récords

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RONALD C. MODRA / GETTY Una saltadora, con la ciudad de Barcelona al fondo, en los Juegos Olímpicos de 1992
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