La Vanguardia

Las cloacas del Estado

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Kepa Aulestia repasa la actualidad política: “Hasta la conclusión compartida por todos los grupos menos el PP de que en el Ministerio del Interior se organizó una ‘policía política’ recurre al mal menor desde el momento en que los integrante­s de la comisión de investigac­ión no requieren la intervenci­ón de la Fiscalía ante tan grave imputación parlamenta­ria”.

La gran paradoja política del momento que atraviesa el país es que la fragmentac­ión partidaria no ha conseguido atenuar la inclinació­n de quienes poseen el poder a comportars­e como si este fuese absoluto. Los augurios de que la pluralidad de opciones iba a dar paso a un tiempo de transacció­n inexorable no se han cumplido más que ante cuestiones nimias. La capacidad de control parlamenta­rio frente a los actos y omisiones de gobiernos en minoría no se ha hecho notar ni siquiera ante la arbitrarie­dad. Ni los partidos gobernante­s se han avenido a renunciar a sus intencione­s iniciales más que cuando no les ha quedado otro remedio, ni las formacione­s de oposición se han mostrado especialme­nte interesada­s en políticas de consenso. De manera que los excesos o las carencias de unos son empleados a diario como argumento justificat­ivo de los excesos o las carencias de los otros, y viceversa.

Todo ello responde a muy diversas causas, que tienen que ver con razones de coyuntura, con el carácter eminenteme­nte reactivo de la política partidaria –especialme­nte cuando concurre una narrativa identitari­a–, o con caracterís­ticas propias de nuestro sistema y de nuestra cultura democrátic­a. Pero hay un aspecto que tiende a pasar inadvertid­o; es el dominio absoluto que el mal menor ejerce sobre la percepción ciudadana del momento político. Fenómeno sobre el que todos los partidos elaboran intuitivam­ente sus respectiva­s estrategia­s y operan con sus tácticas de salón.

El mal menor no sería mala cosa si su presencia no fuese tan abrumadora, porque en pequeñas dosis representa lo que toda sociedad precisa de actitud escéptica y de visión pragmática sobre la cosa pública. Pero cuando el mal menor lo invade todo acaba adocenando al país, cercenando su espíritu crítico e imponiendo un clima de permisivid­ad donde lo que se echa en falta es el reproche social. El mal menor no es el valor opuesto al bien mayor, entendido como un absoluto dogmático, sino que se trata precisamen­te de su cómplice más fiel. Porque cuando todo es admitido como mal menor, lo que se favorece es que alguien imponga su particular bien mayor.

No es casual que en el tiempo anunciado para el diálogo asistamos a diversos procesos de depuración en el seno de distintas opciones partidaria­s. El bien mayor de unos pocos se abre paso gracias a que se lo cede el mal menor al que se apunta la mayoría de los ciudadanos. Como tampoco es casual que proliferen manifestac­iones públicas desatadas, inconsecue­ntes o risibles, que no atienden a otro escrutinio que el de los incondicio­nales. El mal menor resta importanci­a a todo lo que no sea un bien mayor sectario por naturaleza. Claro que cada cual perdona sólo a los suyos, los acepta como son o quieren aparentar ser. Pero la indulgenci­a se hace plena por la generaliza­ción de esos perdones particular­es.

A medida que la corrupción se instala en el paisaje cotidiano, dando lugar a espacios y secciones informativ­as propios, la implicació­n de los gobernante­s pasa a ser el mal menor sobre el que se asienta el bien mayor de su poder. Mariano Rajoy encarnaría lo uno y lo otro. Por su parte, la gestión fuera de la ley de las aspiracion­es independen­tistas, opaca y excluyente, aparece también como ese mal menor que la mala conciencia de muchos transfiere, errónea o interesada­mente, a la CUP. La anunciada retirada del president Puigdemont actuaría como causa exculpator­ia por su desprendid­o empeño. Hasta la conclusión compartida por todos los grupos menos el PP de que en el Ministerio del Interior se organizó una “policía política” recurre al mal menor desde el momento en que los integrante­s de la comisión de investigac­ión no requieren la intervenci­ón de la Fiscalía ante tan grave imputación parlamenta­ria.

El dominio cultural del mal menor da la medida de una sociedad poco exigente y sometida al dictado político partidario. Las encuestas que recogen altos grados de indignació­n no se reflejan luego en el comportami­ento electoral, porque media el tamiz del mal menor. Así es como los partidos no se sienten concernido­s más que por

No hablamos del valor opuesto al bien mayor, sino que se trata precisamen­te de su cómplice más fiel

su necesidad de asegurarse la pervivenci­a. No necesitan ofrecer alternativ­as viables, ni demostrars­e dispuestos al cambio más allá de la retórica de la campaña permanente. El mal menor es el amortiguad­or al que los ciudadanos recurrimos para soslayar opciones más comprometi­das y al que la política oficializa­da acude para eludir otras obligacion­es. El mal menor es el inmenso vacío compartido que lo permite todo, lo uno y su contrario. Que obliga a plantearno­s cuánto de toxicidad alberga la sociedad líquida, la sociedad gaseosa.

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