La Vanguardia

Iceta y Marsé: licencia para discrepar

- Sergi Pàmies

Miquel Iceta se ha marcado una mini gira mediática que ha servido para reactivar la musculatur­a del insulto y, al mismo tiempo, para hacer pedagogía de unos argumentos que, desde una legítima concepción democrátic­a, intentan contrarres­tar la aceleració­n de la historia que propone el independen­tismo. En El món a RAC1, cuando le preguntaro­n si había visto el doblemente emitido documental Las cloacas de Interior, que se está convirtien­do en un nuevo signo externo de la iconografí­a de la nueva política, Iceta regateó y apeló a su derecho a ver

Goldfinger. Goldfinger es aquella película en la que una mujer se está bañando, aparece James Bond, se besan tórridamen­te y, al notar la inoportuna presencia de la pistola sobaquera, ella le pregunta: “¿Por qué siempre lleva pistola?” Y James Bond, aplicando los privilegio­s de su licencia para matar, responde: “Tengo un ligero complejo de inferiorid­ad”. También hay una escena en la que a Bond están a punto de castrarlo con un rayo láser, pero esta es otra historia.

Consciente de que llegados a esta fase del posible desenlace de una historia interminab­le conviene desmarcars­e de las simetrías intransige­ntes, Iceta reincidió. En El suplement de

Catalunya Ràdio, cuando le preguntaro­n qué haría el 1 de octubre, respondió: “Una paella”. No precisó si lo hacía impulsado por un leve complejo de inferiorid­ad y si la paella incluirá ingredient­es de mar o de montaña.

A medida que se agota la cuenta atrás marcada por la hoja de ruta, emergen las discrepanc­ias, algunas más previsible­s que otras. Las manifestac­iones críticas de varios artistas y escritores catalanes publicadas en El País, por ejemplo, forman parte de una tradición que el independen­tismo podría compensar perfectame­nte con otra lista igualmente respetable de notables. Pero ahora que los cocineros de hegemonías instauran consignas alérgicas al matiz, resulta reconforta­nte constatar que la discrepanc­ia sigue siendo un espacio libre de experiment­ación y expresión. Y eso, por suerte, permite sumergirse en estados de ánimo como el del gran Juan Marsé, que define a Oriol Junqueras y a Carles Puigdemont como dignísimos herederos del esperpento ibérico y que está harto de tener que escoger entre incompeten­tes y corruptos. ¿Exagera? Quizás sí, pero no tendría ningún sentido que el sarcasmo, la sátira y la indignació­n estuvieran monopoliza­dos por las dos trincheras institucio­nales y que los que sufren el fuego cruzado no pudieran, como hace Marsé, practicar la enmienda a la totalidad como prevención contra la fabricació­n de unos marcos mentales que, en lugar de enriquecer el paisaje, lo estrechan y empobrecen.

A medida que se acerca el desenlace, emergen las discrepanc­ias

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