Por delante de mi casa
Por delante de mi casa. Literalmente. Y no un instante, sino durante horas. Y más de un día. Los Juegos Olímpicos fueron también una fiesta en el barrio de la Zona Franca, hoy conocido mejor como el de La Marina, al pie de la montaña de Montjuïc y con excelentes vistas de una de las joyas de la cita, el Palau Sant Jordi. Yo vivía entonces junto al lugar en el que se instaló el circuito de marcha, por el que daban vueltas arriba y abajo los atletas hasta que lo abandonaban y abordaban la dura subida al Estadi Olímpic. Recuerdo que la prueba de 20 km se disputó por la tarde y la de 50 km a primera hora de la mañana. Especialmente emotiva resultó la primera, con mucha afición animando a Dani Plaza y Valentí Massana, que contaban con fantásticas opciones de subirse al podio. Todo lo que normalmente se seguía por televisión estaba pasando ante mis ojos. El entrenador dando instrucciones, los jueces tomando nota de si los competidores cometían alguna irregularidad, los voluntarios, los puntos de avituallamiento en la puerta del colegio donde tantas veces había ido a jugar o a mirar partidos de chavales...
Cuando Plaza y Massana se dirigieron hacia el estadio subí corriendo a mi casa para seguir el desenlace por la pequeña pantalla. Desde allí lamenté que el segundo fuera descalificado cuando caminaba hacia una medalla, que sí consiguió su compañero de equipo. Unas horas después me encontraba en una cafetería cenando con mi familia cuando apareció Massana con ganas de comer algo. Pese al disgusto se le veía sosegado, charlando tranquilamente y transmitiendo un mensaje de deportividad. Hoy me puede parecer una tontería incluso a mí pero entonces me llamó mucho la atención. Han de entender que todos aquellas figuras eran como ídolos en un momento de tanta ebullición olímpica.
Días después llegó la prueba de los 50 km. Desde antes de que amaneciera y en medio de una de aquellas noches de bochorno y sudor ya entraba por las ventanas abiertas el sonido de los helicópteros de la organización. Aquella matinal fue el momento de admirar al veterano Josep Marín que, a sus 42 años, terminó en una meritoria novena plaza. Todavía conservo en un álbum las fotografías que hice de su carrera (con una calidad impublicable en un medio de comunicación). Para mí tienen un enorme valor sentimental, como todos los pins que reuní en aquella época. De hecho, soy coleccionista de insignias desde aquellos febriles días de los Juegos. Y es que para mí empezaron muchas cosas gracias a Barcelona’92. Estuve en el estadio el día que se corrió la final de los 100 metros y en el Sant Jordi cuando se disputó la final de balonmano, pero lo que ha quedado en mi memoria son aquellos marchadores que buscaron sus ilusiones donde yo empecé a forjar las mías.
Unas horas antes había sido descalificado cuando iba camino de una medalla y allí lo tenía, de pie, charlando tranquilamente como si no hubiera pasado nada