La futilidad clínica
La reflexión sobre la futilidad de los tratamientos médicos merece un especial interés en la toma de decisiones clínicas, sobre todo en casos de enfermedad grave y progresiva. Las posibilidades de actuación son ahora grandes y hay que administrarlas convenientemente, asumiendo que no todo lo posible es conveniente. Puede no serlo a juicio del enfermo, o de su sustituto en caso de incapacidad, y no podrá entonces imponérsele; es este el fundamento del consentimiento informado: poder decir que no a cualquier propuesta. Pero también es inapropiada toda actuación ineficaz, desproporcionada o que resultaría fútil.
El derecho a la autonomía personal no supone una medicina a la carta. Por ejemplo, se considera fútil aquella actuación que, a pesar de algún efecto fisiológico, es inútil para aquella situación concreta. Como dice el Quijote, resultaría “como echar agua en el mar”. Si el conocimiento racional y la experiencia colectiva nos sugieren que el resultado es demasiado improbable o que no sería proporcional al daño que se inflige, la consideraremos fútil y no es razonable proponerla o continuarla esperando con ella milagros e induciendo a falsas expectativas. La decisión es clínica y debemos aceptarla para aquellos que, como decía Hipócrates, estén “ya vencidos por la enfermedad, conscientes de que para ellos ya no tiene poder la medicina”.
También hay que saber parar. Si con una actuación no podemos razonablemente ni curar ni procurar una calidad de vida satisfactoria, no es buena práctica proponerla o mantenerla: no es beneficioso para el enfermo y es injusto socialmente. Considerar la posibilidad de la futilidad clínica y respetarla es una asignatura pendiente para esta sociedad deslumbrada por la ilusión de una medicina que se querría omnipotente.