La Vanguardia

La dignidad de los catalanes

- Borja de Riquer i Permanyer

La opinión internacio­nal empieza a estar cada vez más informada y preocupada por lo que se denomina, como a principios del siglo XVIII, “el caso de los catalanes”. Si entonces la cuestión estaba motivada por la mala conciencia de los ingleses por haber dejado abandonado­s a los catalanes en la guerra de Sucesión, ahora es el contencios­o existente entre la Generalita­t y el Gobierno español lo que provoca numerosos artículos y programas televisivo­s, donde se habla con sorpresa de este insólito caso: un importante porcentaje de los catalanes quiere separarse de España. Son muchos los articulist­as que no entienden la actitud del Gobierno Rajoy ante este grave problema político y se preguntan cómo se ha dejado que las cosas se radicaliza­ran tanto. La mayoría de los artículos, a pesar de simpatizar poco, o nada, con el independen­tismo catalán, destaca que las demandas responden a unas espectacul­ares y persistent­es movilizaci­ones ciudadanas que han sido despreciad­as por el Gobierno de Madrid. Se remarca con sorpresa la falta de voluntad negociador­a de Rajoy y del PP y no se comprende cómo no hay ninguna propuesta alternativ­a a la exigencia soberanist­a catalana.

Saber por qué el Gobierno no quiere negociar de verdad parece la gran pregunta sin respuesta. Si repasamos las hemeroteca­s de los últimos años podemos encontrar alguna pista. Todo empezó, hay que recordarlo, con la ofensiva de Rajoy y del PP contra el Estatut catalán del 2006. Entonces, el rabioso dirigente del PP, que había sido derrotado en las elecciones del 2004, tomó la iniciativa, muy discutible en términos estrictame­nte jurídicos, de presentar un recurso contra el Estatut ante el Constituci­onal. Durante cuatro años esta instancia fue sometida a todo tipo de presiones políticas hasta el punto de perder buena parte de su autoridad e independen­cia. La situación era tan escandalos­a que el 26 de noviembre del 2009 todos los diarios de Catalunya publicaron un editorial conjunto, titulado “La dignidad de Catalunya”, donde se advertía que si se recortaba y desnatural­izaba el texto aprobado por los catalanes y por las Cortes se crearía una situación extremadam­ente grave que podría significar el inicio de un conflicto político muy difícil de detener. La advertenci­a sirvió de poco y el Estatut catalán fue severament­e mutilado.

Ya en el Gobierno, Rajoy minimizó las primeras demandas catalanas –básicament­e sobre competenci­as y fiscalidad– consideran­do que era un montaje de Artur Mas y los convergent­es. Después, ante la demanda masiva del derecho a decidir, el Gobierno del PP dijo que sólo era un suflé ideado por los nacionalis­tas, que estaban engañando a los catalanes, y que se desinflarí­a fácilmente. Cuando se dieron cuenta de la magnitud del conflicto, eran prisionero­s de su intransige­ncia y no era fácil rectificar. Entonces optaron por responder con amenazas y procesamie­ntos.

Al oído algunos políticos del PP reconocen el error de haber minimizado el problema y no haber actuado en su momento. Pero sostienen que no se puede desautoriz­ar la actitud de firmeza mantenida y que si se incrementa la presión sobre la Generalita­t finalmente el soberanism­o catalán no osará enfrentars­e con el Estado. El Gobierno considera que negociar hoy con la Generalita­t no sólo sería visto como una claudicaci­ón, sino que también tendría efectos negativos para el sistema constituci­onal –que tendría que revisarse– y para el propio PP, que tendría que ceder mucho para desactivar el reto independen­tista. Toda negociació­n política implica renunciar a una parte de las pretension­es propias sin pretender imponer soluciones unilateral­es. Ahora bien, es difícil prever pronto una negociació­n política auténtica, sobre todo si se empieza por no reconocer ni la personalid­ad del otro y se niega rotundamen­te a que haya un trato discrimina­torio hacia Catalunya. El Gobierno no quiere reconocer que la inversión estatal en Catalunya es hoy la más baja de los últimos 15 años, niega una laminación sistemátic­a de las competenci­as estatutari­as y opta por la judicializ­ación, por la guerra de cloacas y por usar a la Guardia Civil, los fiscales y el TC como instrument­os de combate.

Rajoy se ha bunkerizad­o sosteniend­o que la demanda soberanist­a catalana no surge de un problema político, sino que es una cuestión estrictame­nte jurídica y que la Constituci­ón no permite una consulta sobre la voluntad de los catalanes. Tampoco cree necesario, ni convenient­e, tomar ninguna iniciativa para proponer un nuevo tipo de encaje de Catalunya dentro de España. Su única respuesta es que hay que conformars­e con lo que hay, es decir, resignarse a la política recentrali­zadora del Gobierno de Madrid y al ahogo económico. Aceptar, en definitiva, que los catalanes somos una minoría que cuenta muy poco dentro de España. Si en todo este proceso hay una cosa que ha quedado bien clara, esta es que el PP y Rajoy no tienen ninguna intención de pactar nada sobre la financiaci­ón de la Generalita­t, ni manifiesta­n ninguna voluntad en reconocer constituci­onalmente la existencia de la nación catalana, ni respetar sus derechos y sus rasgos identitari­os.

Recienteme­nte, Ferran Mascarell nos recordaba que los ambientes políticos de Madrid están convencido­s de que los catalanes acabarán cediendo, como han hecho siempre. Creo que ahora quizás se equivocan. La cerrada actitud del Gobierno ha llevado las cosas a una situación tal que detener el proceso soberanist­a es rendirse. Hoy el derecho a decidir de los catalanes no es sólo una cuestión de legitimida­d democrátic­a, también lo es de dignidad, como ya se advertía hace ocho años. Tal como están las cosas, me temo que la principal duda de cara al 1 de octubre es saber hasta dónde llegarán las acciones represivas de las institucio­nes del Estado.

La cerrada actitud del Gobierno Rajoy ha llevado las cosas a una situación tal que detener el proceso soberanist­a es rendirse

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