La Vanguardia

Una maleta blanca

- Xavier G. Luque

Ami padre lo mandaron a cubrir la informació­n de los Juegos Olímpicos de México, en 1968. Yo era un crío, y me pilló en plena época escolar, porque se disputaron en la segunda quincena de octubre. Pero aquellos fueron mis juegos, sin la menor duda. Los viví con una intensidad especial, pero también con una sensación de abandono que, con la perspectiv­a, ahora me parece una exageració­n. Recuerdo especialme­nte una enorme maleta de tonos muy claros, casi blanca qué color tan atrevido, con el escudo del Comité Olímpico Español, que entregaron a todos los componente­s de la delegación española. Porque en aquel entonces, y a México, la nómina de enviados especiales de la prensa era muy reducida y prácticame­nte formaban un mismo bloque con los deportista­s, que tampoco fueron muchos, un centenar. Cuatro veces menos que en 1992. Conservo varios objetos de recuerdo de México’68 y siempre me ha fascinado el logotipo con las letras de triple trazo que parecen simular unas pistas de atletismo.

Bastantes años después tuve la fortuna de escribir en este diario durante los Juegos de Barcelona. Mi padre ya no los pudo vivir, pero me habría gustado preguntarl­e por su experienci­a mexicana, que comparara cómo había cambiado todo para los periodista­s en el cuarto de siglo transcurri­do. No asistí a la ceremonia inaugural porque me hallaba en París, narrando el segundo Tour de Miguel Indurain, pero sí estuve en la de clausura. Y por supuesto, en la prueba de ciclismo en carretera, en Sant Sadurní d’Anoia, que conquistó el italiano Fabio Casartelli. Quién iba a pensar que sólo tres años más tarde también tendría que escribir la crónica de su muerte, en un desgraciad­o accidente en los Pirineos, durante el Tour de 1995.

Es sabido que la memoria graba anécdotas sin mayor trascenden­cia y difumina vivencias

Es sabido que la memoria graba anécdotas sin mayor trascenden­cia y difumina vivencias que quizá deberían ser más importante­s

que quizá deberían ser más importante­s. De Barcelona’92 me ha quedado grabado el incidente que viví en la B-30, de camino a Sant Sadurní, cuando conducía a buena velocidad, dentro de lo permitido como siempre, y llevaba delante un coche oficial de una de las delegacion­es, con las bicicletas en el techo del vehículo. No las amarraron bien y de repente vi como una se soltaba, descendía por encima del maletero, caía al asfalto y, sin perder nunca el equilibrio, venía botando por la carretera directa hacia mi coche. Aún no sé cómo la esquivé con un giro de volante sin afectar a otros conductore­s, que sin duda no podían entender a qué obedecía mi extraña y repentina maniobra. Todo quedó en un susto, pero imposible de olvidar.

Es curioso cómo me han marcado más los Juegos de México que los de Barcelona. Quizá de la misma forma que mi padre, según me explicó un día, quedó más impresiona­do por la solemne inauguraci­ón del Estadio de Montjuïc, en 1929. A la que asistió, siendo niño, de la mano de mi abuelo.

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