Severísima tiranía
Todo empezó con la crisis del 2007: desde entonces, incluso la siesta de agosto es perturbada
Stéphane Mallarmé, padre de los poetas simbolistas, escribe en
Tristesse d’été sobre unos amantes atrapados entre el amor posesivo y el odio reactivo. Han pasado el día tumbados en la playa, bajo un sol tan cálido que parece quemar incienso en los pómulos de la chica. Han discutido. Llantos y frases hirientes. Finalmente, ella se ha dormido en la arena, mientras él, incapaz de descansar, hunde su cabeza en la cabellera de la chica. En el olor de ella encuentra el deseo de la nada. No pueden quererse, pero tampoco romper. Por eso desearía, dice, “dar a mi corazón herido la insensibilidad del cielo azul y de la piedra”.
Somos ciudadanos de un país en el que, como decía Raimon, la lluvia no sabe llover (“o llueve poco o llueve demasiado / si llueve poco es la sequía / si llueve demasiado es la catástrofe”). La relación que mantenemos con este territorio extremoso y tremendista se parece mucho a la de los dos amantes del poema de Mallarmé: amor posesivo o reacciones de odio. Nos convendrían unas vacaciones de patriotismo, pero la intensidad de las emociones políticas es tan alta que ha colonizado incluso el tiempo que antes dedicábamos al reposoyal dolce far niente. ¿Resistiremos este verano alucinante en el que incluso la temperatura ambiental, ferozmente alta desde el mes de junio, es prueba irrefutable del cambio climático?
Lo que nos exaspera no es sólo la política. También la vida cotidiana se excita y complica extraordinariamente. El tiempo actual –suele decirse– se ha acelerado. Pero no es un problema de velocidad, sino de exceso. Un ejemplo: con los reclamos incesantes que nuestro teléfono acumula en un solo día, hay materia para todo un año. A cada instante, mil cosas nos reclaman la atención. Cada día dejamos mil encargos a medias, mil mensajes a medio contestar, noticias, watsaps, llamadas, tuits o e-mails a medio leer. Conversaciones sin concluir, trabajos apenas iniciados, páginas apenas comenzadas, deberes siempre inacabados. Manoseamos todo, no finalizamos nada.
Nuevos y constantes reclamos se imponen sin cesar a la manera de aquel rey tiránico de quien habla Saadi, un poeta persa medieval. Se detuvo este rey ante un súbdito con fama de reflexivo. “¿Cuál de mis actos reales te parece más agradable a Dios?”, le preguntó. Y el súbdito respondió: “La siesta que duermes a mediodía: es el único momento en que no atormentas a nadie”.
Eso eran las vacaciones de verano: la siesta que echaba el rey de la seriedad. Mientras el severísimo tirano dormía, nosotros respirábamos un poco. Todo empezó con la crisis del 2007. Desde entonces, incluso la siesta de agosto es perturbada. No es extraño que, en medio de esa inquietud, como los amantes que ni podían quererse ni romper, nos tiente la ambición de habitar la nada, de convertirnos en piedra, de fundirnos en la azul insensibilidad del cielo de este agosto tan extraño.