Del veraneo a la segunda residencia
El paisaje y el pintoresquismo de los pueblos de la Cerdanya atrajeron a los primeros turistas
Los paisajes naturales, el disfrute del pintoresquismo de los pueblos sardaneses o la rudeza de los trabajos de campo era lo que más fascinaba a los turistas que visitaban la Cerdanya en el primer tercio del siglo XX. En una colección de imágenes del industrial barcelonense Joan Buxareu, aficionado a la fotografía y propietario entre 1879 y 1949 de la casa de veraneo conocida como la Quinta Eulàlia de Puigcerdà, actualmente sede del consejo comarcal, se pueden observar las experiencias que los veraneantes de origen urbano buscaban en sus estancias en la comarca: los ratos de ocio en el jardín de la casa, los alrededores del lago y las excursiones por los lugares más emblemáticos de la comarca. Este material de carácter familiar que el tiempo ha transformado en documentos gráficos de interés público constata que la historia reciente de esta comarca, y en especial de Puigcerdà, se explica por fenómenos como el veraneo.
Pero los primeros veraneantes se remontan a un tiempo más lejano. En Puigcerdà se documenta su presencia en 1860. Y de hecho no eran turistas, sino personas originarias de la comarca, familias adineradas con patrimonio en la Cerdanya que en alguna generación anterior se trasladaron a la ciudad a estudiar o a progresar en la industria o sectores como el comercio. El tren los acercaba hasta Ripoll y de ahí llegaban con diligencia hasta la Cerdanya. Era un recorrido largo con carruajes tirados por caballos por diferentes senderos de la Collada, ya que la carretera aún no estaba terminada. “Tenían tiempo, venían familias enteras con el servicio y para todo el verano”, expone Erola Simon, historiadora, archivera y directora del Arxiu Comarcal. “Visitaban la Ermitatge de Font-romeu o las poblaciones más altas, como Vallcebollera, y participaban en actividades lúdico-festivas que ellos mismos organizaban”, añade Simon. El Casino Ceretà se convirtió en punto de encuentro de veladas literarias, musicales y teatrales, donde se reunían familias acomodadas de Puigcerdà y estos veraneantes.
Atraídos por el entorno natural y el contraste con su vida diaria en la ciudad, llegaron en la década de los setenta nuevos turistas que, en este caso, ya no tenían ninguna vinculación con la comarca. Puigcerdà y la Cerdanya se pusieron de moda. La capital vivió su principal transformación con el cambio de usos del lago, que a finales del siglo XIX empezó a tener un uso lúdico y recreativo, que se añadió al de reserva de agua para el pueblo y producción de hielo. Además, se urbanizó la zona y se construyeron nuevas casas con su estilo noucentista.
La llegada del tren a Puigcerdà en 1922 facilitó la entrada de viajeros, pero si una infraestructura ha marcado un antes y un después ha sido la apertura del túnel del Cadí en 1980. La Cerdanya agrícola y ganadera se volcó en el sector servicios para atender a las nuevas demandas turísticas. Algunos visitantes se convirtieron en segundos residentes y el turismo, además de agosto, se concentró también en invierno con el auge del esquí, que se popularizó en las últimas décadas del siglo XX. Actualmente, la comarca ofrece unas 8.000 plazas hoteleras y un centenar de establecimientos entre hoteles, campings y turismo rural.
Desestacionalizar el turismo es uno de los retos que afronta ahora la Cerdanya. Su gran activo sigue siendo el paisaje, pero el consejo comarcal aspira a más: antes de final de año creará un sello distintivo. “El objetivo es aprovechar la marca Cerdanya, que ya es conocida, y hacer un distintivo de calidad en todos los ámbitos: establecimientos hoteleros y productos”, señala su presidente, Ramon Moliner. Paisaje y gastronomía se dan la mano para potenciar una marca turística cuyo éxito va más allá de haber sido y ser una moda. Sus atributos se basan en la calidad y una identidad propias.