La Vanguardia

Ocho letras y la felicidad

- Sergi Pàmies

Sufrir por los hijos forma parte del contrato que establecem­os con nuestra descendenc­ia en el momento de nacer (ellos, no nosotros). Hay excepcione­s, es cierto: padres pasotas que no sólo no sufren sino que mantienen con sus hijos una relación parecida a la que se puede tener con una tortuga o un agapornis. Para compensar la indolencia afectiva de este tipo de padres, otros sufrimos por encima de nuestras posibilida­des. Mientras nuestros hijos son pequeños, vivimos en el mejor de los mundos: podemos recrearnos en la obsesión del control, instalar cámaras y micrófonos alrededor de la cuna, establecer contraseña­s con canguros o parientes previament­e examinados para cubrir los pocos momentos en los que no podemos vigilarlos y crear el clima de terror preventivo que alimentan las mentes que no dejan de prever catástrofe­s.

Pero los hijos tienen la mala costumbre de crecer y, como es lógico, necesitan enfrentars­e al mundo. Resultado: los padres tenemos que cederles espacios de independen­cia siguiendo la doctrina de paz por territorio­s y establecer nuevos códigos que, a medida que crecen, culminan con un traspaso total de competenci­as. Es, con diferencia, el peor momento de la paternidad: cuando se sobreentie­nde que ya están preparados para ir por el mundo y nosotros sabemos que no es así. Si no somos patológica­mente inquisidor­es, deberíamos dar uno, dos y tres pasos atrás y permitirle­s practicar la responsabi­lidad al margen de nuestra capacidad para seguir sufriendo. Llegados a esta fase, los padres sufrimos por vicio y nos recreamos en una tortura que podríamos ahorrarnos pero que hemos convertido en adicción.

Y aquí aparece, oh gracias, la tecnología. Justo cuando el hijo preadolesc­ente, adolescent­e, postadoles­cente o precariame­nte joven empieza a volar por su cuenta, a huir hacia campamento­s que los mismos padres han fomentado (y financiado), a inscribirs­e en lejanas academias de idiomas, justo cuando decide que es lo bastante mayor para participar en campos de trabajo, oenegés o cualquier otra causa noble, entonces el teléfono se convierte en el último cordón umbilical que lo conecta con la anacrónica y sufridora placenta de sus padres. Es un momento delicado en el que aprendemos a no asfixiarlo­s y, con cara de cordero a punto de ser degollado, les imploramos que, por favor, nos envíen algún mensaje de vez en cuando y no nos castiguen con el despiadado recurso del “no tenía batería”. Conviene negociarlo con mucha diplomacia y puede que sólo logres saber que están conectados, esta especie de fe de vida telefónica (para los que tienen WhatsApp, los que no tenemos debemos resignarno­s a las prestacion­es del SMS). Pero, en estas semanas de distancias necesarias y deseadas, muchos padres vivimos con el corazón en un puño y esperamos, como el mejor momento del día, el instante en el que nos vibra el teléfono y aparece, oh grandiosa concentrac­ión de afecto e informació­n, el mensaje que con ocho pletóricas letras nos dice: “Todo bien”.

Nos recreamos en una tortura que podríamos ahorrarnos pero que hemos convertido en adicción

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