Kenia vota con miedo
Millones de personas acuden a las urnas entre el temor de violencia electoral
Hace diez días, Andrew Biar y su hija Grace fueron a hacer unas compras excepcionalmente generosas en el mercado de Bungoma, en el oeste de Kenia. Compraron cereales, agua y aceite, además de dejar pagado el alquiler y recargar los móviles. Su gesto no respondía a un repentino afán consumista; era producto del miedo. Y el suyo es un temor general en Kenia: “Aquí todo el mundo compra lo suficiente para no tener que moverse en unos días. La gente está realmente asustada por si hay violencia tras las elecciones”.
Ayer, aunque con el recelo en el cuerpo, casi 20 millones de kenianos formaron largas colas desde primera hora de la madrugada frente a los colegios electorales para decidir quién será su futuro presidente. En la mente de todos está la violencia postelectoral del 2007, que dejó más de 1.200 muertos, cientos de violaciones y más de 600.000 personas desplazadas. La esperanza es que la tranquilidad de la jornada electoral de ayer, que se cerró sin incidentes de gravedad, sea el reflejo de la paz de los próximos días.
Desde el otro lado del teléfono, ayer Biar tenía claro que aún no era momento de respirar aliviado: “La atmósfera ha sido tranquila, pero tenemos que esperar al anuncio de los resultados, ese es el problema”. La ausencia de violencia en Kenia dependerá de la reacción del ganador y, sobre todo, del perdedor: según las encuestas, la carrera presidencial –de hasta ocho candidatos– se presenta muy reñida entre el actual presi- dente, Uhuru Kenyatta, de etnia kikuyu, y su principal rival, Raila Odinga, de etnia lúo.
Por ahora, las palabras son una mano tendida. Tras depositar su voto en la urna, ambos favoritos llamaron a la calma. Kenyatta, quien votó en un suburbio del norte de Nairobi, la capital del país, urgió a todos los aspirantes a aceptar los resultados para que Kenia pueda “avanzar como una sola nación”. El político de 55 años, hijo del primer presidente de Kenia, pidió a sus competidores que “en el caso de que pierdan, deben aceptar el deseo del pueblo. Yo mismo estoy dispuesto a aceptar la decisión de mi gente”.
Para muchos kenianos, la llamada a la paz del actual presidente es de cartón piedra. Después de los incidentes postelectorales de hace una década, en el que miembros de las etnias kikuyus, luo y también kalenji se enzarzaron en matanzas de carácter tribal y motivación política, la Corte Penal Internacional abrió casos contra Kenyatta, entonces viceprimer ministro, y su ahora principal aliado, William Ruto, a los que acusó de orquestar y ayudar a organizar la violencia de aquellos días. La causa quedó archivada por falta de pruebas después de que varios testigos cambiaran su declaración, decidieran no testificar después de recibir amenazas o directamente desaparecieran sin dejar rastro.
Ahora habrá que esperar para saber el destino de Kenia. Aunque los resultados están previstos para hoy por la mañana, si la diferencia de votos es muy corta el recuento podría alargarse hasta tres días. A priori, el actual jefe de Estado lleva una ligera ventaja a su principal contrincante político, pero si ninguno de los dos consigue una victoria global por más de la mitad de los votos y consigue al menos un cuarto en 24 de los 47 provincias kenianas habrá una segunda vuelta en septiembre.
A pesar de las extraordinarias medidas de seguridad, con más de 150.000 vigilantes distribuidos en
Las familias han hecho compras excepcionales para no tener que salir de casa si hay tensiones El presidente llama a la paz, pero participó en los incidentes de las elecciones del 2007
los más de 41.000 colegios electorales, desde la coalición liderada por Odinga, bautizada como Súper Alianza Nacional (NASA, por sus siglas en inglés), no se fían de que el proceso sea totalmente transparente. El eterno candidato –esta es la cuarta vez que se presenta a la presidencia, y a sus 72 años probablemente será la última– dijo hace unos días que, para Kenyatta, la única forma de mantener el poder es amañando los resultados.
Hay otros motivos para fruncir el entrecejo. El asesinato hace una semana del jefe de servicios informáticos de la Comisión Electoral keniana, cuyo cadáver apareció con síntomas de tortura, y la deportación de dos consejeros extranjeros del equipo de Odinga han alimentado los temores opositores de que el poder pudiera estar preparando un pucherazo.
La tensión es indiscutiblemente más alta que en los comicios de hace cuatro años. Desde principios de año se han producido varios episodios de violencia política, con asesinatos y detenciones arbitrarias incluidas o presiones y detenciones a miembros de la sociedad civil o periodistas críticos con el Gobierno.
Desde el tablero internacional, se observa la contienda electoral keniana con atención. La primera economía del este de África es una pieza clave para la lucha contra el terrorismo de Al Shabab, franquicia somalí de Al Qaeda, y un agente estabilizador en una región con países vecinos en caída libre como Sudán del Sur o Somalia. El antiguo presidente de Estados Unidos, Barack Obama, cuyo padre nació en Kenia, lideró los mensajes internacionales por unas elecciones libres de violencia. “Las decisiones que toméis en los próximos días –dijo en un comunicado– pueden llevar a Kenia hacia atrás o hacer que avance unida. Como amigo de la gente de Kenia, os pido que trabajéis por un futuro definido, no por el miedo y la divi-
El máximo oponente al presidente Kenyatta le ha acusado de querer amañar los resultados La semana pasada un alto cargo electoral fue hallado muerto con señales de tortura
sión, sino por la unidad y la esperanza”.
Pese a la prudencia generalizada, y como ya ocurrió en el 2013 cuando se enfrentaron Kenyatta y Odinga sin incidentes reseñables, la democracia keniana también ofrece muestras de madurez que invitan al optimismo. En la nueva Constitución aprobada hace siete años se instauró la “devolución” de varios poderes del Gobierno nacional a los poderes locales. Esta medida, que otorga más importancia y capacidad de actuación a las autoridades locales, busca acabar con la sensación –y a menudo la constatación– de que el ganador de las elecciones y su etnia se llevan todo el gato al agua.