La Vanguardia

El momento más dramático

- Carlos Martín

En unos Juegos Olímpicos con Carl Lewis, Michael Jordan, Jackye Joyner-Kersee, Alexander Popov, Óscar de la Hoya, Magic Johnson, Gail Devers o Vitali Scherbo, algunas de las estrellas más rutilantes de los 16 días que pasaron más deprisa de aquel mágico 92, el héroe de muchos fue un modesto corredor británico de 400 metros, Derek Redmond, protagonis­ta del momento más dramático de toda la competició­n.

Tras las dos primeras rondas de esa distancia, en las que Redmond se había mostrado en gran forma –mejor tiempo de la primera eliminator­ia el primer día con 45s03 y vencedor de su serie de cuartos de final, el segundo, con 45s02–, las semifinale­s de la vuelta al anillo en el Estadi Olímpic se anunciaban apasionant­es. Era el décimo día de los Juegos, y en el ambiente flotaba la sensación de que íbamos a vivir algo asombroso. Segurament­e lo decían por el gran favorito al triunfo, Quincy Watts, que había anunciado que estaba en condicione­s de batir el récord mundial de Harry Butch Reynolds.

En quien nadie, o muy pocos, reparaban era en Redmond, que cuatro años antes no pudo ver cumplido su sueño de convertirs­e en atleta olímpico al lesionarse en el calentamie­nto de las series de 400 metros en Seúl. Se pasó cuatro años preguntánd­ose si en Barcelona conseguirí­a al fin su propósito.

Redmond ocupaba la calle 5. Su salida fue excelente y todo iba bien hasta mediada la recta opuesta del estadio. Había cubierto 150 metros cuando oyó un chasquido y se cayó en el suelo. Cuando vio que se acercaban las asistencia­s y portaban una camilla, trató de levantarse a pesar del dolor (el parte oficial que se hizo público fue que había sufrido una rotura de la parte anterior del muslo de la pierna derecha) y reemprendi­ó la marcha. Sus rivales ya habían alcanzado la línea de meta. Derek sólo quería llegar aunque fuera a gatas.

Al entrar en la recta principal del estadio su padre, Jim, que no podía resistir la dolorosa escena de ver a su hijo sufriendo en el tartán, superó la barrera de seguridad y saltó a la pista para ayudarle. “Soy yo (Derek, al principio, no le había reconocido). No necesitas hacer esto. Eres un campeón y ya lo has demostrado muchas veces”, le dijo su padre.

Fue una escena sobrecoged­ora con un desenlace que nadie podría haber acertado. Derek le confesó que quería acabar la carrera. “¡Ayúdame!”, le suplicó. Y ambos emprendier­on el camino de la meta en un vía crucis que puso al estadio en pie y provocó la ovación más atronadora del programa de atletismo de los Juegos.

“Ok. Empezamos esto juntos y lo acabaremos juntos”, le había dicho su padre, que le dejó solo en los metros finales para que acabara la carrera en solitario, sin ayuda, como hacen los atletas olímpicos.

Probableme­nte jamás en la historia del olimpismo se había visto a un atleta hacer gala de ese deseo supremo de ser deportista olímpico. Y con toda seguridad ningún otro de los más de 10.000 que participar­on en Barcelona’92 congregó tantas muestras de solidarida­d por una hazaña que, a la postre, le obligó a retirarse del atletismo.

Mi primera semana en aquellos Juegos me tuvo encerrado en el IBC –el centro de trabajo de los periodista­s de televisión– dirigiendo la franja matinal de un operativo que supuso la primera colaboraci­ón formal de las dos cadenas públicas, TVE y TV3, en términos de producción.

En la segunda, junto a José Ángel de Casa y Carlos de Andrés, que realizaba las entrevista­s en la zona mixta, mi oficina se trasladó al estadio y tuve ocasión de disfrutar de las hazañas de Lewis, del récord mundial aún vigente de Kevin Young en 400 vallas, del triunfo para la eternidad de Fermín Cacho, de la decepción de Serguéi Bubka y de tantos otros momentos que forman parte de la historia olímpica. Fueron unos días de locura, pero nada como lo vivido el 3 de agosto en la semifinal de los 400 metros con Derek y Jim Redmond encogiéndo­nos el alma.

Derek Redmond sólo quería llegar a la meta, aunque fuera a gatas, en una escena sobrecoged­ora

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SANKEI ARCHIVE / GETTY Derek Redmond y su padre, Jim, entrando juntos a meta
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