La Vanguardia

La ciudad del millón de miedos

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Eso ha sido un trueno o una bomba?”. La pregunta, lanzada al aire entre un grupo de cooperante­s humanitari­os sentados en la terraza de un hotel de la ciudad de Maiduguri, en el norte de Nigeria, corta la conversaci­ón y obliga a aguzar el oído. Es de noche y no se oye nada. Al rato, unas gotas gordas como pelotas de golf rebotan en las mesas de plástico y suenan a respuesta.

Falsa alarma. Pero podría haber sido al revés: en la última semana, dos chicas han hecho explotar sus cinturones bomba en la universida­d y otras tres se han hecho estallar en un barrio de las afueras.

Maiduguri, la capital del estado de Borno, es una urbe en tensión permanente. No sólo es que reciba constantes ataques suicidas de la banda yihadista Boko Haram; es también una ciudad desbordada.

De un millón de habitantes hasta hace poco, en los últimos dos años ha duplicado su población con la llegada de 1,2 millones de personas que huían de la violencia de la banda fundamenta­lista. Casi la mitad de todos aquellos que han perdido su hogar durante el conflicto –en total 2,6 millones en Nigeria, Níger, Camerún y Chad– han buscado refugio en Maiduguri.

En cualquier rincón, entre mercadillo­s improvisad­os, corrales llenos de basura y desguaces de vehículos oxidados, se levantan campamento­s de recién llegados. Decenas de miles de cabañas de paja albergan a quienes lo han perdido absolutame­nte todo. La ciudad está llena de niños que piden limosna.

Aunque las 28 principale­s urbes del estado de Borno, en el corazón de la crisis, están bajo control del Gobierno, el resto del territorio es dominio del grupo extremista por lo que el goteo de personas que huyen de las matanzas y los secuestros masivos no tiene fin.

Fatima Jidda, de 55 años, y su hija Fatime Yunus, de 30, son dos de esas gotas. Apenas unos días después de llegar a Maiduguri, construyen en silencio un pequeño refugio para ellas dos y los cinco hijos de Fatime. Atan ramas estrechas con cuerdas y las doblan para formar un techo abovedado. Los niños, que ya han hecho amigos, corretean no muy lejos. Unas mujeres, también desplazada­s y futuras vecinas, les ayudan a cubrir la frágil estructura con un plástico hecho de sacos de comida vacíos cosidos entre sí. Ese será su hogar a partir de ahora. “En Maiduguri hemos encontrado paz, no hay mucha comida pero hay tranquilid­ad, así que es mucho mejor.”

Madre e hija han huido de los alrededore­s de Dikwa, un pueblo a apenas 85 kilómetros de Maiduguri, una zona incrustada en el territorio de Boko Haram a la que se llega en helicópter­o o en un convoy militar de 30 coches por una carretera que es una ruleta rusa. Al llegar a destino, los vehículos hacen sonar sus cláxones en señal de victoria. Y de alivio.

Las dos mujeres y sus cinco pequeños han dejado atrás una tortura. La suya empezó como la de casi todos aquí: un grupo de hombres armados llegó por la noche y empezó a disparar sin miramiento­s. Mataron a ancianos, adultos y niños. “Sólo quedaron vivos siete hombres”.

Boko Haram, que se fundó precisamen­te en Maiduguri el 2002 como una agrupación juvenil contra la corrupción del Gobierno y derivó después en banda armada, quiere imponer un califato como sea. Hermanada con el Estado Islámico en el 2015, la banda usa el terror como forma de controlar el territorio y asesina o secuestra de forma masiva. Sin piedad. “Degollaron a ancianos –recuerda Fatime– y se llevaron a muchas mujeres y niños”.

Ese nivel de crueldad, que se ha cobrado más de 35.000 vidas en siete años, ha abierto una rendija de división dentro de la banda.

Zainab (no es su verdadero nombre) vivió de cerca esos cambios sangriento­s. Fue secuestrad­a y llevada a Sambisa, una reserva natural en la frontera de Camerún y escondite de los barbudos. Le obligaron a casarse con un miliciano y tuvo dos hijos. Recuerda que un día ocurrió algo fuera de lo normal. “Empeza- ron a luchar entre ellos y hubo muertos. Nuestros maridos nos reunieron y nos dijeron que debíamos irnos, que los hombres de Shekau eran enemigos”. Las palabras de Zainab refuerzan los rumores de la caída en desgracia de Abubakar Shekau, quien tomó las riendas de Boko Haram en el 2009 tras el asesinato a manos de la policía del fundador del grupo, el clérigo Mohamed Yusuf.

Aunque Shekau aún tiene capacidad de matar y envía a decenas de niñas en misiones suicidas, la facción principal de la banda está ahora liderada por Abu Musab al Barnaui, hijo del fundador, y su mano derecha Mamman Nur, considerad­o el cerebro de los peores atentados de Boko Haram. Con este último, de origen camerunés, convivió durante su cautiverio Zainab. “Nur decía que Alá no permite matar a gente discapacit­ada, a niños o mujeres. Que nuestro enemigo debía ser el Gobierno”.

La deriva asesina –la cursiva es importante– no responde a un ataque repentino de bondad sino al rugir de tripas. Como el terror yihadista ha despoblado los cultivos y el ejército nigeriano ha cerrado las vías comerciale­s que financiaba­n a los extremista­s, el hambre se ha desatado. También entre Boko Haram. Varios rehenes entrevista­dos por este diario aseguraron que, durante sus cautividad, vieron a los guerriller­os hambriento­s. La táctica de esta facción más amable con la población busca el retorno de civiles que cultiven los campos y de paso les sirvan de escudo o camuflaje ante las crecientes acometidas del ejército nigeriano.

En un clínica, Abu Aisa, responsabl­e de la sección de salud desde hace 15 años, lidia con las consecuenc­ias de ese hambre y con las cicatrices del olvido internacio­nal: de los 1.054 millones de dólares necesarios para cubrir la emergencia, sólo se ha obtenido el 38%. “La gente huyó sin nada y no puede cultivar, por eso la crisis es tan fuerte. En la ciudad se sienten a salvo, pero si no llega ayuda de las oenegés no pueden dar nada de comer a sus hijos”. El centro sanitario de Maiduguri, que recibe medicinas y apoyo de Unicef, acoge cada día a decenas de niños desnutrido­s. Las madres, apretadas una contra la otra en bancos de madera, esperan en silencio durante horas para que atiendan a sus hijos.

El trajín de personas que salen y entran es constante y no hay cacheos ni controles. A Aisa le inquieta, pero dice que se ha acostumbra­do. “¿Miedo a las suicidas? Claro, pero ¿qué podemos hacer? Hay trabajo pendiente, así que sólo nos queda rezar”.

Al salir del centro, en una rotonda triste y con la suciedad incrustada en el cemento, un cartel alerta en inglés, kanuri y hausa sobre el peligro de las niñas-bomba. “Protege a tus niños, mantente alerta”, dice el texto. También hay dibujada una niña con hiyab amarillo, cargada con un cinturón de explosivos y a punto de accionar un detonador. Tiene los ojos en blanco.

Decenas de miles de cabañas albergan a quienes lo han perdido absolutame­nte todo Ese nivel de crueldad ha abierto por primera vez una rendija de división en Boko Haram

La urbe de Maiduguri, que ha duplicado su población al acoger a quienes huyen de Boko Haram, sufre la mayor parte de los ataques suicidas perpetrado­s por la banda yihadista

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XAVIER ALDEKOA Fatima (derecha) y su hija Fatime (izquierda), refugiadas que huyeron de Boko Haram, montan su tienda en Maiduguri
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