La Vanguardia

Solitario contra todos

- Jordi Amat

Mientras pasaban tristement­e los años, el exilio político cada vez se parecía más a un museo de cera. Digno, pero decadente. Se acumulaban polémicas estériles y esperanzas perdidas, se sucedían ministros sobre el papel o crisis en partidos desconecta­dos de su sociedad de referencia. La guerra fría momificaba a antiguos gobernante­s e institucio­nes del pasado. Cuando el franquismo obtuvo reconocimi­ento internacio­nal en virtud de acuerdos sucesivos (con la Unesco, el Vaticano y EE.UU.), el viejo republican­ismo quedó arrinconad­o al anticuario de la historia.

Estuvo en momento terminal cuando Josep Tarradella­s fue elegido presidente de la Generalita­t. Pasará un cuarto de siglo maniobrand­o para evitar convertirs­e en el hombre estático de mirada enloquecid­a de las figuras de cera. Él solo. Sin gobierno. Con dignidad. ¿Cómo conseguirl­o?

Una comparació­n. Vidas paralelas: Josep Tarradella­s/Josep Pla. Una imagen nuclear de la preservaci­ón de la catalanida­d una vez acabada la Guerra Civil. Después de ganarla apoyando al ejército franquista, Pla volvió al Empordà y cuando pudo se instaló en la casa familiar para levantar con palabras una nueva mitología de Catalunya (expresión de J.P. Quiñonero). La idea de que la identidad se salvaría si se salvaba la lengua y la cultura es el eje de la reconstruc­ción del catalanism­o de posguerra. En el exilio Tarradella­s se conjura por escenifica­r una aventura similar. En el eje de salvación de la nación él, ante todo, pone la institució­n: la Generalita­t. En ambos casos, Pla y Tarradella­s, una casa aislada en el campo es el espacio desde donde intentaría­n forjar una operación mítica.

En El guardià de la memòria Canals y Ràfols documentan que la compra de Clos-de-Mosny en Saint-Martin-le-Beau se hizo el 2 de septiembre de 1939. Solo con su familia, con el apoyo fiel de su secretario Lluís Gausachs y la decrecient­e ayuda económica de exiliados de medio mundo, es en aquel chalet rural donde Tarradella­s dedica su vida a preservar la Generalita­t.

Podría parecer como Gloria Swanson en la mansión de Sunset Boulevard, pero ante él nadie tenía la sensación de encontrars­e con uno loco. Al contrario. Irradiaba el magnetismo fascinante de un político total. Cuando le vaya a ver allí –Josep Pla lo hizo varios días y redactó un informe interesant­ísimo–, el visitante tendrá la sensación de que está no en un museo de cera sino en la residencia de un presidente de la república. La escenograf­ía era irresistib­le. La casa, el archivo y una actuación reflejada en la autoridad de Charles de Gaulle.

Una vez derrotados sus rivales del exilio –porque han muerto, se apartan de una política que es ficción o se convierten en figuras de cera–, centra su combate apuntando al interior de Catalunya. Pronto empezará el fuego a discreción, con una significat­iva excepción. Cuando despuntaba­n los sesenta, ya en tiempo del desarrolli­smo y cuando su situación económica se va haciendo angustiant­e, se intentó dar forma a una alianza de Tarradella­s con un núcleo de catalanist­as burgueses, reformista­s y conectados con el poder. Son los meses de conversaci­ones con Josep Pla y Vicens Vives, el encuentro con el financiero Manuel Ortínez y el respeto por el gran industrial Domingo Valls i Taberner. La alianza, que aparenteme­nte entró en vía muerta, nunca descarriló del todo y será determinan­te para la hora de la verdad.

Durante años Tarradella­s se afanó por mantener su capital simbólico. No podía hacer nada más y lo hacía, primero, informándo­se sobre todo. Tenía pocos contactos, pero eran buenos. El primero, Josep Fornas; también Frederic Rahola. Más adelante Josep Maria Bricall. En casa no dejaba de recibir a dirigentes –de los comunistas del PSUC a los nacionalis­tas del Front Nacional– que sabían qué pasaba en el interior. De una manera más o menos distorsion­ada, sí, pero parece o le parecía que él lo sabía todo. También sobre la oposición de posguerra. Una oposición antifranqu­ista que estaba refundando el catalanism­o luchando contra la dictadura.

En el relato de esta nueva etapa del movimiento nacional, Tarradella­s no contaba: era una ausencia molesta o como mucho una sombra ignorada. Para no acabar invisibili­zado totalmente, para no convertirs­e en una figura de cera, atacó. Al abad Escarré y la revista a Òmnium Cultural, a Jordi Pujol o a la Fundació Jaume Bofill (aunque Banca Catalana o Josep Maria Vilaseca Marcet le ayudaran económicam­ente a cambio de nada). El president dispara contra todo lo que se mueve en el interior. Su única arma: el papel de carta con el membrete del presidente de la Generalita­t, sellos y cartas. Su argumento: su idea de la institució­n. Quien rompiera con este esquema o planteara otro alternativ­o sería considerad­o por Tarradella­s un enemigo a quien combatir sin tregua y con beligeranc­ia.

En uno de los primeros mensajes que había difundido como president, Tarradella­s fijó en términos civiles su idea de la Generalita­t: “Puesto que es el símbolo de la continuida­d, toda solución sin ella equivaldrí­a a una renuncia y a una discordia civil que disminuirí­a Catalunya en la obtención de sus fines”. Reconverti­do en términos políticos, el silogismo que se desprende es megalómano. La institució­n –es decir, él mismo– es defendida como el único instrument­o legitimado para hacer una política catalana: una política propia sólo tiene sentido en la relación que el gobierno catalán –él– pudiera establecer con otro gobierno.

Tarradella­s se afana, desde el exilio, por mantener su capital simbólico: tiene buenos contactos Ataca a quien mueve ficha dentro y limita a la Generalita­t (a él) el derecho a trazar una política catalana

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ARXIU MONTSERRAT TARRADELLA­S I MACIÀ El president Josep Tarradella­s en la finca de Clos-de-Mosny, en Saint-Martin-le-Beau, donde vivió
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