Aprender a viajar de nuevo
MARY French Sheldon fue una de las primeras mujeres exploradoras. Hija de una rica familia del sur de EE.UU., en 1891 hizo sus baúles, dejó a su esposo esperando en Londres y se lanzó a conocer el Kilimanjaro para demostrar que las féminas podían embarcarse en aventuras. Sin abjurar de las comodidades, ya que la señora Sheldon no renunció al placer de un buen aseo y se llevó una bañera que sus porteadores trasladaban en un palanquín. Pueden criticarla por ello, pero no me negarán que es la prueba de que el viaje se presentaba entonces como un camino de verdad ignoto. Y no crean que por ello fue más cruel con sus sirvientes. Al contrario que sus coetáneos, implantó turnos para los porteadores, cuidó de su salud y pregonó un entendimiento con los aborígenes poco acorde con la época. Pero no nos engañemos, tales expediciones sólo podía permitírselas una clase adinerada e indolente a la búsqueda de estímulos exóticos para sacudirse el hastío. El romanticismo del errante ligero de equipaje siempre ha sido singular, hasta el boom del mochilero. Viajar era cosa de pudientes. Qué ironía que la democratización del solaz provoque hoy en día la reacción furibunda del pueblo.
El turismo debía permitirnos desterrar prejuicios, pero el viaje se ha convertido en hábito de consumo de una sociedad tan hiperactiva como muerta de aburrimiento, en una extenuante sucesión de selfies. Si Marco Polo viajó para abrir rutas comerciales, mi generación aún podía reflexionar en unas vacaciones y concluir, por ejemplo, que había llegado el momento de separarse de la pareja. Pero el turista actual desfila fugaz por destinos a los que exige experiencias fuertes y encapsuladas para cebar su cuenta de Facebook. Consumido el estío, jamás recordará las fotos. El viaje no nos vacuna ya contra la intolerancia. Tendríamos que aprender a viajar de nuevo y asumir, como dijo Stevenson, que “no hay tierras extrañas: quien viaja es el único extraño”.