La Vanguardia

Los niños de las camisetas rotas

- Xavier Aldekoa Dikwa (Nigeria)

El zoo de Maiduguri es un lugar de respiro sucio. Los fines de semana, familias, grupos de amigos y parejas adolescent­es compran por 50 nairas (doce céntimos de euro) un rato de emoción y paz entre jaulas de leones y fosos de elefantes. El zoológico ha tenido tiempos mejores. Durante los peores días de la guerra con los yihadistas de Boko Haram, el recinto estuvo semiabando­nado y los cuidadores sacrificar­on a otros animales para alimentar a los felinos y los cocodrilos. La jaula más sucia es la de los babuinos, nada más entrar. Uno de los monos ha aprendido a hacer una cabriola y no para de saltar sobre sí mismo entre montañas de botellas de plástico y basura. Después de cada pirueta, alarga la pata entre los barrotes y la gente, divertida, le tira cosas.

No tarda en agruparse una multitud frente a la jaula. Entre las piernas de los curiosos, se escurren tres niños vestidos con harapos y uno de ellos, animado por el jolgorio, se acerca e intenta tocar al animal. Un guardia le echa una bronca de impresión. “Son huérfanos y viven en la calle, en la entrada les dejan pasar para que se entretenga­n”, comenta Bitar, un vecino asiduo al parque de animales. En las calles de Maiduguri hay cientos de niños de camisetas rotas como ellos. Según las autoridade­s, hay más de 52.000 huérfanos sólo en el estado de Borno, aunque admiten que la cifra real podrían ser perfectame­nte el doble. Nadie lo sabe. El conflicto descarnado entre el Gobierno nigeriano y Boko Haram, que ya ha dejado 35.000 muertos en siete años, ha provocado una ola de niños perdidos, que han quedado huérfanos o que durante su huida desesperad­a (los yihadistas suelen atacar las aldeas de madrugada) se separaron de sus familias y no les han vuelto a ver.

Además de la camiseta descosida, Umar Isa tiene roto el pantalón. Tiene la entrepiern­a abierta y, cuando se sienta y como no lleva calzoncill­os, se tapa con las manos para que no se le vea demasiado. Pero se le ve. Habla tan bajito, y está tan acongojado, que hay que empezar por preguntas amables, que no traigan demasiado pasado.

Su deporte preferido, dice entre susurros, es el fútbol e ir en bici, pero no sabe quién es Messi ni Cristiano Ronaldo. Su mejor amigo, aquí se despierta más, se llama Rawana y a los dos les gustaría ser soldados cuando crezcan. Y Umar directamen­te sonríe al confesar su perdición: los caramelos de sandía Freely.

De repente, Umar empieza a recordar y abre la herida sin anestesia. “Empezaron a disparar y una bala le dio a mi mamá”. Vivía en Kwata, un pueblo del noreste de Nigeria y a él y a su padre les dio tiempo a escapar porque durante el ataque de Boko Haram los dos estaban trabajando el campo. Los yihadistas no le dejaron tiempo para llorarla. Durante el funeral, al día siguiente, los barbudos regresaron y con ellos los disparos. “Dejamos a mi mamá allí, sin enterrar”, señala.

Umar se tapa la cara con las manos y se hunde en una silla de plástico azul cuando se cansa de preguntas. En realidad, el resumen de su vida, de su última vida al menos, está estampado en su camiseta gris. En ella hay dibujado un monstruo de color verde junto a un lema que parece una broma de mal gusto. “Run for your life”. Corre por tu vida. Es lo que Umar lleva haciendo desde hace meses.

La huida con su padre le llevó por diferentes pueblos, pero tarde o temprano los yihadistas volvían a atacar y ellos a escapar. Bosso, Daban Masari, Malam Fatori... Umar enumera bajito, casi silbando, las aldeas donde se instalaron y donde los extremista­s volvían a golpear. Su vida y la de su padre se convirtió en una huida eterna, aunque juntos. Hasta llegar a Charkari. Y aquí la voz de Umar se quiebra: volvían de comprar en el mercado y cuando sonaron los tiros, todo el mundo echó a correr. Se separaron. Desde entonces, no sabe dónde está.

A Umar lo llevó un tío lejano a la ciudad porque había oído hablar de un programa de acogida para huérfanos y niños perdidos. Coordinado por la oenegé italiana Coopi y por Unicef, selecciona a familias locales que acojan a los niños y les integren en sus hogares hasta que son adultos o, si tienen suerte, hasta lograr reunirles con algún familiar.

Umar dice que su hermana huyó a Diffa, en Níger, y querría ir con ella. O con su padre, si aparece. Pero no será fácil. Primero hay que comprobar que realmente sea así y hablar con el familiar para ver si quiere y puede hacerse cargo del menor. Sólo entonces empieza el largo proceso de reunificac­ión.

Para Muntala Hatuna, no hay prisa. Él acogió a Umar en su casa de Damaturu, donde nos recibe para explicar sus motivos. “Soy musulmán y nuestra religión dice que debemos ayudarnos. Cuando puedo, le compramos ropa”. Pero no es a menudo. El patio de su casa, con paredes de adobe desconchad­as y techos y puertas de uralita, avisa de que nadie lleva una vida de excesos aquí. Aunque las oenegés les dan mantas, enseres de higiene personal y algo de comida y dinero para gastos —tres pagos de 3.000 nairas (siete euros), dice Hatuna—, el sacrificio sólo se sostiene por la solidarida­d de las familias de acogida.

Por una bondad parecida, Amina Abatcha soporta la pena. Ella es la otra cara del drama de los niños perdidos. Vivía en Dikwa, también en el noreste, cuando su hijo mayor, de quince años, desapareci­ó durante un ataque de Boko Haram. En las calles de la localidad aún duermen las cicatrices de aquellos días: esqueletos de coches calcinados y torres de teléfono derribadas. No hay conexión telefónica desde hace meses.

Amina no sabe nada de su hijo perdido, pero insiste convencida en que lo secuestrar­on, que no está muerto. “Rezo cada día para que el ejército de Nigeria lo rescate”, dice. Mientras espera, ayuda a los que sí son libres. Se ha presentado voluntaria como cocinera para los recién llegados: grupos de personas, normalment­e mujeres y niños, que o bien llegan por su propio pie a Dikwa huyendo de la violencia tras varios días de travesía o bien han sido llevados allí por los militares, después de haber limpiado alguna zona bajo control de la banda yihadista.

Esa mañana Amina ha tenido mucho trabajo. Han llegado más de doscientas personas y ha preparado para ellos dos ollas de hierro enormes de arroz con alubias. Cuando reparten la comida en platos planos, decenas de personas se colocan alrededor y comen con las manos y una ansia imposible de disimular. Tienen mucha hambre. Amina les observa comer desde la distancia; tan quieta y con la mirada fija, que parece estar dejando volar la imaginació­n. Pero se seca el sudor y guarda silencio. Cuando le pregunto, dice que no pensaba en nada.

La huida con su padre llevó a Umar por varios pueblos, pero volvían a atacar y ellos, a escapar Hay cientos de niños vestidos con harapos en Maiduguri, nadie sabe realmente cuántos

La violencia de los yihadistas ha dejado miles de huérfanos y de niños que durante su huida se separaron de sus padres. Hay más de 52.000 menores perdidos tan sólo en el estado nigeriano de Borno

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XAVIER ALDEKOA Umar Isa, que perdió a su padre durante una de sus múltiples huidas de Boko Haram, se tapa la cara cuando no quiere más preguntas
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