Elogio de lo políticamente correcto

El lenguaje no sirve sólo para expresarnos, sino que configura nuestra forma de pensar, reza la teoría Sapir-Whorf. Ese determinismo lingüístico de los años cuarenta fue rebatido con posterioridad, pero eso no impidió la expansión del lenguaje políticamente correcto. Se abrió paso la tesis de que debía erradicarse del relato público todo término discriminatorio en la confianza de que, aunque ello no eliminaría los actos machistas, racistas u homófobos, por ejemplo, sí los estigmatizaría como indeseables o, al menos, como socialmente incorrectos. Se adoptaron expresiones y otras quedaron relegadas al insulto. Lo políticamente correcto vivió un boom. Proliferaron las terminaciones en masculino y femenino, mientras el eufemismo se apoderaba de la extenuante verborrea de los líderes.

Pero el lenguaje no crea realidades: éstas se reflejan en el lenguaje. No habrá más mujeres científicas por mucho que nos empeñemos en repetir “científicos y científicas”, aunque si hubiera más féminas que varones en ese ámbito sería tan común oír científica como enfermera. En los últimos tiempos ha abundado la ocultación de la realidad con giros retorcidos, como el prodigado ajuste para aludir al recorte de servicios públicos. El abuso del lenguaje políticamente correcto chocó con el temor popular a los efectos de la globalización, el recelo a los inmigrantes, las malas condiciones laborales… Y, de repente, lo políticamente correcto pasó a ser denostado como sinónimo de falsedad. En campaña, Clint Eastwood justificaba así a Trump: “No va desencaminado, todo el mundo está cansado de lo políticamente correcto y del peloteo. Estamos en una generación amariconada que camina sobre cáscaras de huevo”. Pues bien, ahí tienen a un presidente de EE.UU. hablando de la “violencia de las dos partes” para eludir la condena a nazis y racistas, legitimándolos desde la ascendencia de su cargo. Y entonces es cuando se echa mucho de menos lo políticamente correcto.