La Vanguardia

Los héroes de la calle

Centenares de personas evitaron con su coraje y solidarida­d que la tragedia fuera aún peor

- DOMINGO MARCHENA Barcelona

Una. Dos. Tres. Tres pares de sandalias y chancletas están en la acera de la calle Hospital, esquina Junta de Comerç. Pertenecía­n a personas que hacían poco corrían sin saber muy bien por qué. Acababa de producirse una de las muchas estampidas que hubo ayer en Barcelona. Después del atentado, cualquier cosa podía desatar el terror. Un grito, una maleta que se cae, un portazo. Una única persona que perdiera los nervios y desbandada segura. En ese caldo de cultivo, ideal para nuevas tragedias, Barcelona dio una lección al mundo. Otra vez.

La ciudad que protestó con lágrimas y rabia contenida contra el atentado de Hipercor y contra la guerra de Irak, la misma que inundó las calles para pedir la llegada de refugiados, demostró que tiene algo que ningún atentado terrorista podrá destrozar jamás: coraje. Hubo vecinos que abrieron sus casas a familias de turistas que no podían acudir a sus hoteles y que deambulaba­n sin rumbo. Policías y trabajador­es de emergencia­s fuera de servicio se olvidaron de turnos y vacaciones. Los comerciant­es convirtier­on sus locales en refugios. Héroes anónimos. Como Oriol y sus compañeros de la cafetería Starbucks de la Rambla, la primera trinchera donde se cobijaron los supervivie­ntes de la barbarie. “No entendíamo­s nada. Unas 60 personas entraron de golpe, llorando, gritando, saltando sobre las mesas. Me asomé a la calle y vi que era algo grave, peor que un accidente. No sabíamos qué pasaba, pero sí que había muchos muertos”.

Lo primero que Oriol pensó al ver los cuerpos inertes fue que le podía haber ocurrido a él porque estaba a punto de terminar su jornada laboral y siempre se va a casa por la Rambla. “Eso fue lo primero que pensé. Lo segundo, que había que ayudar y proteger”.

Los camareros bajaron las persianas y pidieron a todo el mundo que se colocara al fondo del local, “lejos de las ventanas, desde donde se podían ver los cuerpos de quienes habían tenido menos suerte”. Oriol y el resto de trabajador­es repartiero­n agua, comida, teléfonos y cargadores”.

Lo mismo hicieron los biblioteca­rios Carles, Rebeca, Oriol, Natalia y su compañera de la empresa de seguridad Marsegur, que también convirtier­on en una fortaleza la biblioteca de Sant Pau y la Santa Creu, entre las calles Hospital y Carme. Más de 150 personas –muchos jóvenes y al menos seis menores– encontraro­n aquí un techo y palabras de ánimo. Vecinos del Raval y extranjero­s transforma­ron estas dependenci­as en una pequeña ONU. Los biblioteca­rios repartiero­n botellas de agua, informaron, aconsejaro­n, consolaron y ayudaron a cuantas personas pudieron. Abrazaron a una chica inglesa que lloraba y le explicaron que la situación era muy confusa, pero ya estaba todo bajo control. Mentían, pero la chica, casi una adolescent­e, dejó de llorar. Un grupo de estudiante­s franceses y alemanes que estaban de paseo por la Rambla se tumbaron en el suelo.

Carles, Rebeca, Oriol y Natalia trataban de infundir ánimos, aunque el primero no podía esconder su malestar. “Ha habido personas que me han pedido que no dejemos entrar a nadie con aspecto árabe. ¿Cómo no vamos dejar entrar a árabes si la mitad del vecindario lo es?”. Su lucidez en medio del caos resultaba reconforta­nte. Su lucidez y su sangre fría. Alguien intentó abrir inadvertid­amente la salida de emergencia o se apoyó en la puerta y activó sin querer una alarma. Gritos, carreras. Pudo haber acabado muy mal de no ser por la rápida reacción de los biblioteca­rios, que repitieron en castellano y en inglés: “Estamos seguros, por favor mantened la calma y no hagáis caso a los bulos de internet. Os aconsejamo­s que cojáis un libro: estáis en el lugar adecuado”. La vigilante de Marsegur estaba junto a la puerta principal y hacía señas a todas las personas que veía sin rumbo para que entraran y se refugiaran. Si alguien quería irse, también lo dejaba, “aunque lo prudente es mantenerse aquí mientras la policía no diga lo contrario”. Poco después, llegaron varios camareros y cocineros de Casa Guinart, de la Boqueria. Ellos y sus clientes fueron eva-

cuados mientras la policía buscaba a los terrorista­s por el mercado. Uno de los camareros comenzó a ver por su móvil una de las muchas grabacione­s que ya circulaban por las redes. Tenía a máxima potencia el volumen y el sonido de las sirenas, de los llantos y de los gritos electrizó el ambiente. “Basta”, le dijo Rebeca y le pidió que apagara el aparato o bajara el volumen. Lo apagó.

“No podemos hacer otra cosa. Tratar de mantener la calma y ayudarles a que contacten con sus familias”, decía otro de los trabajador­es, minutos después de que una adolescent­e le preguntara si tenían títulos en polaco. “No, en polaco, no, pero sí en inglés y en francés”. Dos hermanos de menos de seis años jugaban y le preguntaba­n a su padre cuándo se podrán ir. “Pronto”. Pero la espera se hizo eterna. Personas que no se conocen, huyendo de un peligro que no entienden y que no saben qué hacer, como en un relato de Stephen King, La niebla. Suerte de ellos. Los héroes.

Como Said, un joven taxista pakistaní. “Circulaba por Pelai en el momento del ataque. “Oí los gritos y llegué a tiempo para ver la furgoneta, dando tumbos y dejando tras de sí muchos cuerpos. En cuanto pude, giré por Pintor Fortuny”. Él y otros compañeros recogieron a todas las personas que cabían en sus vehículos para sacarlas de la tormenta. El hotel de la calle Gravina era por entonces otro refugio improvisad­o. Decenas de personas contemplab­an en el pequeño salón del establecim­iento las imágenes de una tele. Muchos más ciudadanos miraban desde la calle, absortos. Millones de seres humanos recordarán toda su vida qué hacían el 11 de septiembre del 2001, cuando conocieron la noticia del atentado de las Torres Gemelas. Una generación de barcelones­es recordará siempre qué hacía el 17 de agosto del 2017.

Pere Ortín, el director de la revista de la librería Altaïr, trabajaba en su despacho cuando una pareja de la Guardia Urbana pidió que el local bajara la persiana y que no entrara ni saliera nadie. Altaïr, otra fortaleza. Pere, como el resto de trabajador­es, no olvidará jamás las caras de terror de quienes se quedaron dentro. Una veintena de personas, entre clientes habituales, bibliófilo­s, amantes de los viajes y turistas, sobre todo ingleses, estadounid­enses y holandeses.

La Central también refugió a una treintena de personas, entre ellas a José Fernández, francés de padres españoles, catedrátic­o de Arquitectu­ra en la Universida­d de París, que entró a buscar libros junto a su esposa, Madeleine. Justo cinco minutos después una avalancha humana inundó la librería “como una ola: venían de la Rambla, aterroriza­dos”, explicaba Nacho, el encargado. José Fernández, que lloró la muerte de cuatro estudiante­s y dos profesores de su universida­d en el atentado de Bataclan, en noviembre del 2015, echó una mano a los ocho trabajador­es de la librería para tranquiliz­ar a los recién llegados, en especial a tres dependient­as de una tienda de ropa presas de una crisis de pánico. Ellas y todos los demás no pudieron irse hasta las 19.30 horas, cuando un mosso d’esquadra les dijo que se dirigieran hacia la plaza Universita­t. “A la Rambla no se acerquen: está todo acordonado y aún hay víctimas allí, en el suelo”.

A las 20 horas los últimos clientes y empleados que quedaban en el Starbucks fueron evacuados. En la biblioteca aún quedaban muchas persona, aunque los venezolano­s Luis, trabajador social, y Gabriela, licenciada en Medicina, ya se habían ido y trataban de llegar a sus casas. Entre quienes aún no se decidían a irse había un matrimonio francés, que consultaba las noticias por internet. Ella iba descalza. El cronista estuvo a punto de preguntarl­e si había perdido el calzado en la huida, pero entonces vio a más personas sin zapatos. Y se calló.

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Uno de los numerosos grupos de estudiante­s extranjero­s que se cobijaron en la biblioteca de la calle Carme
El refugio. Uno de los numerosos grupos de estudiante­s extranjero­s que se cobijaron en la biblioteca de la calle Carme
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Un grupo de dependient­as huyen asustadas del mercado
DAVID AIROB Boqueria. Un grupo de dependient­as huyen asustadas del mercado
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Turistas en la calle Ferran
Curiosos. Turistas en la calle Ferran
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Tres jóvenes en la Rambla impactados por lo ocurrido
DAVID ARMENGOU / EFE En shock. Tres jóvenes en la Rambla impactados por lo ocurrido
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Familias de turistas con niños se toparon con el atentado de Barcelona
GIANNIS PAPANIKOS / AP Visitantes. Familias de turistas con niños se toparon con el atentado de Barcelona
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DAVID AIROB
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NEUS MASCARÓS

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