La Vanguardia

El desafío interior

- Lluís Uría

El primer atropello deliberado se produjo en Dijon en diciembre del 2014, pero se atribuyó a un perturbado

Los yihadistas buscan sembrar la división y la discordia en los países occidental­es, alentar una confrontac­ión civil

¿Cuándo empezó todo? ¿En qué momento el atropello se convirtió en un arma de guerra? Si se piensa en Europa –porque en Israel los palestinos ya lo habían practicado– lo que espontánea­mente viene a la mente es el atentado de Niza del 14 de julio del año pasado. La noche de ese día, el tunecino Mohamed Lahouaiez-Bouhlel se montó en un camión y arrolló a la multitud que se congregaba en el paseo de los Ingleses a la espera de ver los fuegos artificial­es con motivo de la fiesta nacional: mató a 86 personas e hirió a más de 300. El impacto, como era de esperar, fue enorme.

Pero si el de Niza fue –ha sido hasta ahora– el atentado por atropello más grave que ha habido, no fue el primero. Hace dos años y medio, el 21 de diciembre del 2014 otro hombre de origen magrebí y al grito de “Alahu Akbar” (Dios es el más grande) se lanzó con un coche contra los peatones de una calle comercial de Dijon (Borgoña) y hirió a 13 personas. No hubo ninguna víctima mortal, a diferencia de lo que sucedió al día siguiente en Nantes (Bretaña), donde otro individuo –desequilib­rado y alcohólico– atacó a la gente congregada en el tradiciona­l mercadillo de Navidad, donde mató a una persona e hirió a otra decena.

La concatenac­ión de ambos sucesos hubiera sido suficiente para desatar la alarma entre la población pero rápidament­e las autoridade­s descartaro­n cualquier móvil terrorista en ambos casos. ¿Interesada­mente? El autor del atropello de Dijon fue declarado culpable por la justicia, que atribuyó su acción a los graves problemas psiquiátri­cos que padecía desde hacía años, para indignació­n de las víctimas, y lo internó en un centro especializ­ado. Pero que estuviera perturbado en sus facultades mentales no oculta que su acción fue deliberada y estuvo teñida de un vago fanatismo religioso. ¿No están perturbado­s también de algún modo todos los demás autores de semejantes salvajadas, islamistas o no?

Tras Dijon y Niza vinieron –como es sabido– el mercadillo navideño de Breitschei­dplatz en Berlín (diciembre del 2016), con 12 muertos; el puente de Westminste­r en Londres (en marzo pasado), con cinco víctimas mortales; una calle comercial de Estocolmo (en abril), con cuatro fallecidos, y otra vez la capital británica, en este caso en el puente de Londres (en junio), con un balance de 11 muertos. Es manifiesta­mente obvio que se trata de una estrategia deliberada y así lo confirman las publicacio­nes oficiales del Estado Islámico, que cuanto más acorralado se siente en Siria e Irak, más peligrosam­ente amenaza con revolverse con atentados terrorista­s en Europa y Estados Unidos. Alquilar un vehículo y lanzarse contra la multitud no necesita grandes preparativ­os ni una calculada organizaci­ón –como sí precisaron los atentados múltiples perpetrado­s en París en noviembre del 2015, en la sala Bataclan y otros lugares–, es muy fácil de llevar a cabo y muchísimo más difícil de detectar por las fuerzas policiales antiterror­istas. Sólo hace falta un individuo enajenado dispuesto a matar.

Pero los atropellam­ientos, quizá más que otro tipo de atentados –más refinados o selectivos–, tienen un valor añadido para sus instigador­es: difunden el miedo y la desconfian­za como una epidemia. Y eso es justamente, y ninguna otra cosa, lo que pretenden las mentes criminales del Estado Islámico y toda la constelaci­ón de organizaci­ones yihadistas. Incapaces de desequilib­rar a las democracia­s occidental­es por la fuerza de las armas, lo que buscan deliberada­mente es sembrar la división, difundir la sospecha y la discordia, crear una fractura insalvable entre la población musulmana –muy importante en sociedades como la francesa, la británica o la alemana, y cada vez más en la española, particular­mente en la catalana– y el resto, y alentar una confrontac­ión civil.

Podría parecer una pretensión ilusoria pero, en el fondo, no hay nada más fácil que atizar los instintos tribales de las personas. Y la religión –o la patria– son factores elementale­s de división: a este lado de la línea nosotros, al otro vosotros. Los terrorista­s tienen en general un perfil muy parecido: son personas descarriad­as, en algunos casos marginales o vinculadas a la delincuenc­ia común, gente sin futuro convencida de que no tiene nada que perder –ni que ganar– y que encuentra en el islamismo un sentido a su desnortada vida. Pero eso no lo explica todo. Porque, por equivocado­s y manipulado­s que estén, encuentran su justificac­ión y su bandera en una religión que tiene vocación hegemónica y excluyente. Y eso le confiere un rasgo particular­mente amenazador. La mayor parte de los autores de los atentados son además nacidos en Europa, lo que afianza la idea en las opiniones públicas de la existencia de un enemigo interior.

Que la estrategia de los yihadistas ha empezado a dar fruto lo demuestra el eco creciente que tienen en Europa y EE.UU. las ideas xenófobas e islamófoba­s –asumidas parcialmen­te incluso por los propios partidos institucio­nales– y el incremento del respaldo electoral de las fuerzas políticas populistas y de ultraderec­ha. El penúltimo tuit emitido anoche por Donald Trump –en él siempre es el penúltimo– sugiriendo que la manera de acabar con el terrorismo islamista es disparar a los yihadistas con balas embadurnad­as con sangre de cerdo seguro que hizo las delicias del estado mayor del Estado Islámico.

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ERIC GAILLARD / REUTERS El más mortífero. El atropello más grave fue el de Niza el 14 de julio del 2016, con 86 muertos
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