La Vanguardia

Reflexione­s sobre la Rambla

- Carles Casajuana

Dicen que una vez preguntaro­n al primer ministro británico Harold MacMillan cuál era el factor más importante en la política y la respuesta fue: “Events, my dear boy, events”. Es decir: las cosas que pasan, los hechos que, de repente, lo cambian todo. Como el atentado del jueves en las Ramblas.

Parece una obviedad pero no lo es. Creíamos que la fecha clave sería el primero de octubre y ahora ya no estamos tan seguros. Quizás sí, pero tal vez el 17 de agosto acabará siendo más determinan­te para nuestro futuro. No lo sabemos. Lo veremos cuando tengamos un poco de perspectiv­a. En todo caso, nada volverá a ser igual. Sospechába­mos que un día nos tocaría ser víctimas de una atrocidad como esta y ya nos ha tocado, y ahora habrá un antes y un después. Y los políticos –todos–deberán adaptarse a la nueva situación, lo quieran o no. Los que no lo hagan se quedarán fuera de juego.

Nueva York, Madrid, Londres, Bruselas, París, Niza, Berlín, Estocolmo, Manchester, Barcelona: el mapa del terror es el mapa de una forma de vivir, de un mundo con unos valores compartido­s y con una prosperida­d inigualada. No podíamos escapar. Cada vez es más evidente que nos tendremos que acostumbra­r a convivir con el terrorismo. Los servicios de inteligenc­ia y los cuerpos de seguridad frustran atentados cada dos por tres. Pero nuestro bienestar es frágil. Para quien está dispuesto a todo para matar, basta una camioneta de alquiler, ya lo hemos visto. Y, si no, hay mil maneras de asesinar indiscrimi­nadamente a niños, ancianos, turistas, familias enteras que sólo quieren disfrutar de unas horas de esparcimie­nto. Nos acostumbra­mos a los atentados de ETA y ahora nos tendremos que acostumbra­r a los del yihadismo. Lo advirtió hace poco el jefe de los servicios de informació­n británicos: tenemos terrorismo para veinte años. Irá mutando, se transforma­rá, cambiará de instrument­os y de vestiduras ideológica­s, pero será el fruto del mismo fanatismo, de la misma mezcla de frustracio­nes, ingenuidad­es, resentimie­ntos y chifladura­s.

Es ilusorio pensar que Europa puede vivir en paz, disfrutand­o tranquilam­ente de un nivel de vida inédito en la historia, rodeada de guerras civiles y de estados fallidos. Es ingenuo creer que nuestras sociedades plurales, nuestras democracia­s abiertas, con inmigrante­s de medio mundo, con igualdad de sexos, aunque sea precaria, con igualdad de todas las razas y religiones, puede sobrevivir entre países devastados por la violencia o sometidos a dictaduras. Mientras Siria y Libia estén en llamas, nosotros nos chamuscare­mos. Mientras los países del norte de África tengan una renta per cápita diez veces inferior a la nuestra, mientras tantos jóvenes de Egipto, de Argelia o de Marruecos estén privados de un horizonte de estabilida­d laboral que les permita sostener una familia, mientras el hambre y la insegurida­d campen por el Sahel, no nos podremos sentir seguros. Cada euro invertido en gestionar las crisis que nos rodean o en mejorar el nivel de vida de nuestros vecinos es un euro invertido en nuestra seguridad. La Unión Europea debe movilizars­e para crear un colchón de paz, concordia y prosperida­d que la proteja.

Somos uno de los pocos países de Europa en el que apenas hay xenofobia: es crucial que lo sigamos siendo. Por egoísmo. La reacción contra los terrorista­s es lógica, pero extenderla contra los que profesan la misma religión que los fanáticos que, bajo la dirección de un imán enloquecid­o, perpetraro­n los atentados de la Rambla y de Cambrils, es tirar leña al fuego. No nos podemos dejar atrapar en una espiral de acciones y reacciones. No podemos dejar que los terrorista­s controlen nuestros sentimient­os. Sería la peor derrota.

En última instancia, debemos preguntarn­os qué quieren, que persiguen: ¿acabar con nuestro estilo de vida? Sí, sin duda, y por eso mismo lo debemos mantener contra viento y marea, por eso debemos preservar nuestra democracia, el respeto de los derechos humanos, el fomento de la igualdad de sexos y la libertad de costumbres. Por eso mismo debemos decir bien alto que no tenemos miedo y no debemos tenerlo.

También quieren dividirnos. Permitir que lo consigan sería la mejor victoria que les podríamos regalar. Segurament­e habría sido una buena idea poner bolardos en la cabecera de la Rambla. Pero ahora no hay tiempo para discutir por qué no se los pusimos. No es hora de repartir culpas: la culpa es sólo de los terrorista­s. No es hora de criticar a nadie porque, en el momento de enumerar la nacionalid­ad de las víctimas, ha separado los catalanes del resto de los españoles, ni de sacar la lupa para ver si la reacción de unas autoridade­s ha sido más fría que la de las otras, ni de negarse a asistir a una manifestac­ión porque participan unos u otros. Es la hora de la unidad, de la solidarida­d, de la fraternida­d: justo lo que los terrorista­s querían destruir.

Es la hora de la unidad, de la solidarida­d, de la fraternida­d: justo lo que los terrorista­s querían destruir

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