La Vanguardia

El verano que se mantiene inalterabl­e

Caldes de Boí conserva intacto su modelo de vacaciones en albornoz

- PAU ECHAUZ Caldes de Boí

En el verano de 1896 tres hombres jóvenes cabalgando tres mulas llegaron a Caldes de Boí con la intención de buscar inspiració­n artística entre fuentes de agua escaldada y montañas solitarias. Era el futuro escritor Juli Vallmitjan­a y de sus amigos Isidre Nonell y Ricard Canals, ambos pintores. Vallmitjan­a acudía al santuario de fuentes milagrosas enviado por su padre, Frederic Vallmitjan­a, uno de los joyeros y orfebres más reputados de Barcelona, que había adquirido las instalacio­nes del balneario en pública subasta.

De lo acontecido en aquella visita, Vallmitjan­a informó a su padre sobre las posibilida­des del santuario y hostería, además de tomar notas para el que sería su primer libro, pero Nonell encontró motivo de inspiració­n para sus famosas pinturas de cretinos, dibujando a diferentes tipos del lugar aquejados de esa enfermedad. El complejo fue dejado en herencia a una hermana de Juli, la abuela de Walter Ankli, hoy el principal accionista de la empresa que explota y administra este santuario termal situado en el fondo de un valle a 1.470 metros y hasta 34 fuentes y manantiale­s con aguas de diferente composició­n y temperatur­a hasta los 54 grados, todas registrada­s como minero medicinal. Los padres de Walter fueron los que construyer­on el hotel Manantial, a mediados de los años cincuenta con las comodidade­s que no podía ofrecer la vieja hostería y le dieron la personalid­ad y el atractivo que aún hoy conforma su imagen.

“La primera vez que vine aquí, de pequeño, llegué montado en burro”, explica Ankli, Tito para los clientes y amigos. Hasta los años cincuenta no se abrió la carretera por las obras de la cercana presa de Cavallers y se acabaron las rutas desde la vecina Vall Fosca. Este fue el primer cambio notable, luego vino el teléfono, la televisión, pero en general, los clientes que venían y vienen a Caldes de Boí a hacer su tratamient­o hídrico o de fango, buscan también una desconexió­n del mundo que han dejado a nivel de mar. El verano en Caldes no ha cambiado en exceso, el escenario es el mismo, cambian las personas, las costumbres, pero este movimiento constante de personas enfundadas en albornoces conforma un modelo vacacional que permanece inalterabl­e a lo largo de los años. Los clientes que han pasado y todavía reservan la misma habitación durante los mismos días cada año, uno tras otro, llegan a este lugar escondido con la misma finalidad con la que hace dos mil años venían los romanos o hace mil los peregrinos medievales. “Hoy el termalismo tiene dos grandes enemigos –explica Ankli– la industria farmacéuti­ca y los médicos en general, que lo ven como un adversario contra sus medicament­os y sus recetas. Aún hay una gran ignorancia sobre las propiedade­s curativas de los baños y del fango, que aquí elaboramos y que tiene propiedade­s únicas. Es importante remarcar que esto es un balneario, no un spa, que es otra cosa sin la calidad de nuestras aguas y tratamient­os”.

Dos clientas de toda la vida, Maria Llessuy, 91 años, de Barcelona y Antonieta Camarasa, de 83, de Linyola, acuden cada año durante el mes de julio a Caldes de Boí, desde hace seis y cuatro décadas respectiva­mente. Sólo tienen buenos recuerdos y se dejan llevar por la nostalgia. “Cuando salgo de aquí vuelvo a mi vida con el cuerpo y la mente preparadas”, me dice una y asiente la otra. El escenario no ha cambiado, pero recuerdan las cenas de gala con esmoquin y vestido largo, las excursione­s, las sesiones de cine y baile, la orquestina del Maestro Nicolau y una intensa vida social que iba más allá de las sesiones de fango y estufa. Los clientes de toda la vida garantizan el relevo generacion­al. Ya no se llega con mula a Boí y en el hotel te facilitan la contraseña, pero en este rincón escondido las vacaciones son inalterabl­es.

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