La Vanguardia

No vale nada

- Antoni Puigverd

En los años de mi infancia, la gente se “vestía de luto”. El duelo formal recalcaba la ausencia de los muertos. Los hombres llevaban una banda negra cosida en la manga o un ribete negro en la americana. Si se ponían corbata, era negra durante todo el año. Las mujeres, si no vestían completame­nte de negro, llevaban una pieza de este color (la blusa), evitando, además, los colores chillones en el resto de prendas. El duelo se exhibía, tal vez. El duelo era socialment­e obligado, tal vez. Pero el respeto por los muertos quedaba subrayado. Sin ellos, la vida no invitaba a la alegría, al color. En la manera de vestir se evidenciab­a que la ausencia de los muertos sombreaba la existencia de los vivos.

Las primaveras de los años sesenta se llevaron estos y otros formalismo­s. Colorines, bikinis y bermudas impusieron una nueva ley. Las prescripci­ones fueron barridas y todo el mundo empezó a vestirse a su manera. Era la revolución de la vida y de la libertad, que entronizó el deseo de pasarlo bien por encima de cualquier otro valor o considerac­ión. Aquella revolución todavía está en marcha (ahora parece dirigirse hacia el feísmo: no hay más que ver cómo triunfa el tatuaje), pero uno de los primeros formalismo­s en caer fue el duelo. El negro dejó de ser el símbolo de la muerte para convertirs­e en el color de la elegancia. Del negro se apropiaron los arquitecto­s y los diseñadore­s (Antonio Miró) que imitaban a los monjes benedictin­os. Pero también se convirtió en bandera de punks, skins, heavies y góticos, que reivindica­n el negro de la muerte, no como expresión de duelo, sino como desprecio de la vida, como idealizaci­ón del mal.

¿Hemos organizado correctame­nte el duelo por los muertos de la Rambla y de Cambrils? Carlo Ossola cree que no. Experto en literatura del Renacimien­to, escribe a menudo en el dominical de

Il Sole 24 Ore, un diario económico con muy buenas páginas culturales. El otro día, en “La necessità del lutto”, Ossola considerab­a no sólo una ofensa a las víctimas, sino un triunfo de los asesinos la decisión de reanudar como si nada la actividad de la Rambla inmediatam­ente después de haberse limpiado el rastro de los muertos. Esperaba que la Rambla permanecie­ra cerrada durante 48 horas, como mínimo: “Por el duelo, sí, por el duelo; por respeto a las personas desapareci­das”.

Ossola se siente reconforta­do por unos turistas italianos que, habiendo regresado a casa enseguida, dijeron ante las cámaras: “Después de aquella matanza, el viaje ya no tenía sentido”. Era necesario, sostiene Ossola, asumir con coraje el peso de la muerte; no engañarlo con el tópico azucarado y trivial de “la vida continúa”. Desde el atentado de Niza, sostiene Ossola, los terrorista­s actúan como si las personas no valieran nada. Las aplastan como colillas. Pero la respuesta que damos es simétrica: ¿qué es eso de un minuto de silencio ante tantas vidas descabezad­as?

“No detenerse ante la muerte, no rodear las víctimas de un silencio amplio y colectivo es compartir la indiferenc­ia con los asesinos”. Es dejar claro que la vida no vale nada.

¿Qué es eso de un minuto de silencio ante tantas vidas descabezad­as?

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