Una difícil prueba
CUANDO los terroristas logran su infame objetivo de segar la vida de personas inocentes es porque algo ha fallado en las tareas de información policial previas. Esa es una evidencia que no invalida que nuestros cuerpos de seguridad realicen cada día una labor equiparable en eficacia a la del resto de los países avanzados de nuestro entorno. En los próximos meses habrá tiempo de analizar qué se hizo mal con afán de corregirlo. No hay que olvidar que se han evitado otras matanzas con la experiencia acumulada después de tragedias como el 11-M. La policía catalana ha quedado encajonada en el agrio enfrentamiento político larvado entre los gobiernos central y catalán durante mucho tiempo y que se dispone a dirimir su batalla crucial. Este episodio es sólo la espuma del choque institucional que está a punto de llegar al cenit de su virulencia. Por eso, la manifestación de hoy es una difícil prueba para todos. Los llamamientos a la participación de los principales dirigentes –Rajoy, Puigdemont y Colau– apenas pueden esconder una tensión a punto de desbordarse.
Ante una vileza como la cometida hace poco más de una semana, el rechazo es unánime. Ningún actor político o social se atrevería a relativizarlo. Y, sin embargo, en estos días se ha discutido de miserias que deberían aparcarse durante algún tiempo. Los que se creen con derecho a proclamar quién puede ir o no a una manifestación contra el terrorismo o los que ponen el acento en la performance más que en la participación en la protesta le están haciendo un flaco favor al país que dicen defender y a la convivencia, tan valiosa en momentos críticos como este. Barcelona ha dado sobradas muestras de solidaridad en la calle con las causas más diversas en las que ha primado el respeto y es de esperar que vuelva a ser así. Porque esta es una manifestación para dar testimonio del rechazo a la violencia y el afecto a las víctimas. Nada más y nada menos.