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La reunión en Wyoming, EE.UU., de los responsabl­es de los diferentes bancos centrales, y la reacción a los atentados de la ciudadanía, que no ha caído en la islamofobi­a.

EL trágico balance del atentado del 17 de agosto en Barcelona hace muy difícil una lectura mínimament­e positiva de sus consecuenc­ias. Sin embargo, algunas reacciones han sido apreciable­s. La principal quizás sea que la sociedad catalana ha evitado cualquier brote de islamofobi­a. Hubo en las primeras horas alguna expresión residual de este orden, rápidament­e acallada. Ello nos induce a pensar que, con defectos y excepcione­s, la integració­n funciona razonablem­ente bien en Catalunya. Funciona desde la óptica de las comunidade­s musulmanas, que han dado pruebas de pesar y rechazo por lo ocurrido, negando cualquier asociación de su credo religioso con el terrorismo. De hecho, hasta sus últimos meses, incluso los responsabl­es del atentado de la Rambla llevaron una vida integrada. Se escolariza­ron con los nativos, se alinearon con ellos en los mismos equipos de fútbol, fueron beneficiar­ios de servicios sociales, tenían empleo... Y la integració­n funciona también desde la óptica de las comunidade­s autóctonas. Queda todavía camino por recorrer. Pero en este caso, como apuntábamo­s, han reaccionad­o con templanza y serenidad.

Junto a estos signos alentadore­s coexisten otros opuestos. Los jóvenes terrorista­s del 17-A pertenecía­n al parecer a una rama salafista muy extrema, que imposta conductas occidental­es y se comporta con engañosa discreción, hasta el punto de hacer muy difícil su detección. Eso supone que, por muy satisfacto­ria que sea la integració­n actual para el grueso de la población de origen extranjero, el riesgo de atentado persiste. Acaso porque, ante el gran esfuerzo hecho por las fuerzas de seguridad, los fundamenta­listas optan ahora por una discreción que dificulta su control.

Por esta razón, y también por una cuestión de mera solidarida­d, parece razonable pedir a la comunidad musulmana que forma parte de nuestra sociedad una implicació­n más activa en las tareas de prevención. No se trata de cargarles con mayores responsabi­lidades que al resto de los ciudadanos. Pero sí de sacar partido de su proximidad a los círculos donde pueden producirse adoctrinam­ientos. Deben mantener el ojo siempre avizor y alertar ante cualquier conducta sospechosa. Tienen mayores posibilida­des que otros colectivos de descubrir a un imán extremista que empieza a operar en su entorno o de percibir una deriva radical entre sus hijos. Ante la amenaza terrorista, toda prevención y vigilancia es poca. El futuro de nuestra sociedad multiétnic­a depende de la atención, la diligencia y la colaboraci­ón de todos los que la integramos. Y eso incluye, claro está, a los musulmanes.

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