La Vanguardia

Mártir y héroe de Escocia

Tras humillar a los ingleses en la batalla de Stirling, Braveheart era el enemigo público número uno del rey Eduardo I. Acusado de sedición, su juicio fue una farsa y su ejecución no pudo ser más brutal

- RAFAEL RAMOS

La guerra anglo-escocesa de finales del siglo XIII y principios del XIV encierra diversas lecciones de lectura atemporal, si no contemporá­nea. Que las derrotas de hoy pueden ser la semilla de las victorias de mañana. Que las amistades y alianzas son efímeras. Que el establishm­ent (ya sean los nobles y aristócrat­as medievales o los banqueros y grandes corporacio­nes) se guían por sus intereses y siempre están al sol que más calienta. Que el más grande hace todo lo posible por suprimir las señas de identidad del más pequeño. Que la independen­cia judicial siempre ha sido muy relativa. Y que una revolución necesita mártires, pero también héroes.

Una placa en un rincón ignoto de la City de Londres, junto al actual mercado de carne de Smithfield, donde durante siglos estuvo el patíbulo en el que se ejecutaba a los más notables criminales del reino, rinde homenaje póstumo a William Wallace, inmortaliz­ado por Mel Gibson en la película Braveheart. Allí mismo, el 23 de agosto de 1305, cuando apenas había cumplido los 33 años pero estaba curtido en numerosas y cruentas batallas, el héroe escocés fue arrastrado varios kilómetros por dos caballos, colgado en un espectácul­o público, y descolgado cuando aún estaba vivo para que su verdugo lo torturara cortándole los genitales, destripánd­olo, sacándole uno a uno los órganos vitales y mostrando triunfante a la multitud, como símbolo de su destreza, un corazón que todavía latía. El corazón de la Escocia que quería ser independie­nte y libre, que lo sería después pero volvería a dejar de serlo cuatro siglos más tarde. Que en el 2014 votó a favor de seguir siendo parte del Reino Unido, y cuya causa secesionis­ta ha sido torpedeada de manera inesperada por el Brexit.

El sadismo del rey inglés Eduardo I, apodado “el martillo de Escocia”, no quedó ahí. Una vez muerto, el cuerpo de Braveheart fue decapitado, descuartiz­ado y partido en trozos. Su cabeza fue colgada de un parapeto en el Puente de Londres para que sirviera de ejemplo a “traidores y rebeldes”, y los fragmentos de su cadáver enviados a Newcastle, Perth, Berwick (ciudad fronteriza entre Escocia e Inglaterra) y Stirling (el escenario de su gran victoria militar).

Si se hace caso a Hollywood, Wallace, hijo de un terratenie­nte, se sublevó después de que el sheriff de Lanark matara a su compañera, aunque tal vez se trate de una licencia un poco peliculera. Pero lo que sí está claro es que su venganza fue terrible. Primero mató a su enemigo, lo despellejó y con las tiras de su piel hizo una funda para su espada. Luego, con el apoyo de un puñado de barones escoceses, y frente a un ejército muy superior, infligió a Inglaterra una de las derrotas más dolorosas y humillante­s de su historia en el puente de Stirling, en 1297, recibiendo el título de guardián del

país. La alegría –y la vida– le duraron sin embargo bastante poco. Al año siguiente Eduardo I envió una fuerza todavía superior, y esta vez fue traicionad­o en la batalla de Falkirk por un par de subalterno­s que se vendieron al rey inglés y le informaron de su ubicación y planes de combate. Durante siete años se convirtió en una mezcla de fugitivo y diplomátic­o, viajando por Europa y buscando apoyos internacio­nales en la corte francesa de Felipe IV y el Vaticano para la causa de la independen­cia (el equivalent­e de solicitarl­os hoy en la UE y la ONU). Detenido en 1305 tras su regreso a Glasgow, fue juzgado por sedición, sin abogado ni defensa en lo que hoy es el parlamento de Westminste­r, y condenado a su brutal muerte.

La historia se mueve con frecuencia por derroteros contradict­orios, y la independen­cia escocesa llegó un cuarto de siglo más tarde. Los ingleses, con todo su poderío y toda su crueldad, no consiguier­on sofocar las ansias de libertad de su vecino del norte. La guerra continuó, y un personaje mucho más turbio –Robert the Bruce–, derrotó a Inglaterra en la batalla de Bannockbur­n, en 1314, se hizo con el control del territorio, efectuó incursione­s periódicas de pillaje y castigo, e incluso se permitió el lujo de invadir Irlanda. Pero aún así Francia y el Papado, interesado­s en no ofender a Londres y contar con el apoyo inglés a las cruzadas, se resistiero­n a aceptar la independen­cia. Tan sólo tras la deposición de Eduardo II en 1328, su sucesor Eduardo III se vio obligado a capitular, y la comunidad internacio­nal se dignó a efectuar el reconocimi­ento.

Si cabe sacar alguna lección de toda esta historia, es que en la política y en la guerra no hay lugar para el idealismo. William Wallace, héroe y mártir, no se andaba con chiquitas a la hora de vengarse. Cierto que Robert the Bruce consiguió la independen­cia, pero más por ambición que por idealismo, ya que antes había estado del bando de los ingleses y asesinó a su único rival al trono. Escocia, después de todo acabó uniéndose voluntaria­mente a la corona inglesa a principios del XVIII tras una crisis financiera como la de Lehman Brothers, en la que sus arruinados nobles vendieron el país a cambio de un rescate. Tuvo su Ilustració­n y fue parte del Imperio. Su población está dividida casi al 50% entre quienes apoyan la Unión y prefieren la soberanía. E Inglaterra apela a la ley y la constituci­ón para resistirse a otra consulta.

La independen­cia la lograría después un personaje más turbio, Robert the Bruce Francia y el Vaticano no reconocier­on a Escocia como país soberano hasta que fue inevitable

 ?? HULTON ARCHIVE / GETTY ?? William Wallace en un grabado que recoge su llegada a Londres encadenado camino de Westminste­r para ser juzgado por sedición
HULTON ARCHIVE / GETTY William Wallace en un grabado que recoge su llegada a Londres encadenado camino de Westminste­r para ser juzgado por sedición

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