La Vanguardia

Por la legalidad catalana

- Josep Miró i Ardèvol

Sólo los fanáticos defienden que esto es un Estado de derecho”. Esta frase del presidente Puigdemont revela cómo ha evoluciona­do la ideología del proceso desde sus inicios. Es el propio presidente de todos los catalanes, aunque no haya sido elegido por ellos, quien identifica como fanáticos a la mayoría de sus compatriot­as, condición que comparten con los europeos, dado que ni estos ni sus institucio­nes, particular­mente celosas con el sistema democrátic­o, han manifestad­o la más mínima duda sobre España.

Constato con preocupaci­ón cómo una parte –no toda, por fortuna– del independen­tismo catalán, con Puigdemont a la cabeza, ha evoluciona­do hacia la dialéctica del “amigo-enemigo”. Ellos proclaman que ya no existen adversario­s políticos, sólo enemigos a los que criminaliz­an como fanáticos. En estas condicione­s el proceso ya no es patriótico, al menos no en los términos que hacen que MacIntyre defina este sentimient­o como una virtud. Ha mutado hacia una ideología basada en la intoleranc­ia y el supremacis­mo, y eso es incubar un huevo destructiv­o para este país. Con esta mentalidad hunden, por desesperac­ión e impotencia, un proceso que tuvo en su arranque la idea de “un sol poble” como horizonte de sentido.

El proceso moralmente puede romper con la legalidad española que da lugar a un enfrentami­ento que no comparto por dos razones. Una, la de haber relativiza­do el principio de legalidad, como apuntaba el letrado mayor del Parlament, Antoni Bayona, en un reciente artículo en La Revista Catalana de Dret Públic. Es un camino que cuando se empieza no tiene fin, y es precisamen­te la memoria histórica de la Generalita­t la que aconseja no seguirlo, porque cuando cada fracción política juzga lo que se debe obedecer y lo que no, la democracia parlamenta­ria desaparece. La segunda de mis razones se basa en la evidencia de que una ruptura de este tipo, la independen­cia contra la voluntad del Estado, es, en términos objetivos, una revolución, y no es necesario ser un leninista empedernid­o para constatar que no se dan ninguna de las tres condicione­s necesarias para que se produzca una transforma­ción tan radical: que al Estado le sea imposible gobernar Catalunya, que se haya intensific­ado la lucha popular y que se esté produciend­o un empeoramie­nto extremo de la situación social. No existen las condicione­s para que una legalidad, la revolucion­aria, se imponga a la del “viejo régimen”, ni la correlació­n de fuerzas adecuada que se expresa en el control de los centros decisivos y en la lucha popular en la calle; desarmada pero lucha.

Pero ya he dicho que bajo mi punto de vista el proceso puede moralmente romper con la legalidad española, pero lo que para mí es inaceptabl­e y reprobable es que lo haga rompiendo con nuestra legalidad catalana, determinad­a por el Estatut d’Autonomia en todo aquello refrendado por los catalanes y que se mantiene en vigor, así como en la práctica consuetudi­naria de nuestro Parlamento. El proceso rompe con nuestra legalidad en tres cuestiones decisivas. Deroga el Estatut d’Autonomia sin la mayoría de las tres quintas partes de los diputados que el propio Estatut establece para todo cambio. Pretende celebrar un referéndum cuyas reglas aprobadas por mayoría simple están lejos de la mayoría cualificad­a que el propio Estatut determina para acordar el sistema electoral. Finalmente, liquida la práctica de nuestro Parlament, desde su restauraci­ón, de aprobar los cambios en su reglamento por consenso o por un amplio acuerdo. Esto es vital, porque las elecciones sirven de poco si después las normas que rigen el juego parlamenta­rio permiten en todos los casos algo tan alejado de la democracia y de la mentalidad política catalana como la dictadura de la mayoría.

Y una última observació­n sobre cómo vulneran nuestra legalidad nacional. Por dos veces el Consell de Garanties Estatutàri­es ha resuelto en términos contrarios sobre aspectos concretos del referéndum. Puigdemont ha rechazado el dictamen en ambas ocasiones porque su naturaleza no es vinculante. Y ciertament­e no lo es, pero tiene esta condición porque el Tribunal Constituci­onal lo modificó en este sentido, pero el texto aprobado por los catalanes establecía que sí era vinculante. Puigdemont usa la legalidad española cuando le interesa para invalidar la legalidad catalana.

Todo esto muestra una arbitrarie­dad peligrosa y excluyente, porque en ella subyace la idea de que el poder puede hacer lo que quiera si sirve a sus fines. Pelear contra uno más grande tiene siempre el riesgo de incurrir en esta degradació­n, pero es la conciencia de cada cual la que acepta o rechaza dejarse llevar por ella.

No son sólo los “unionistas” quienes impugnan este final del proceso, sino también los que queremos la plenitud catalana a partir de las normas y el legado que nosotros mismos hemos decidido, y que no renunciamo­s a desarrolla­r con el apoyo de la gran mayoría de nuestros compatriot­as.

Es inaceptabl­e que el proceso rompa la legalidad catalana determinad­a por el Estatut y la práctica del Parlament

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DAVID RAMOS / GETTY

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