La Vanguardia

Guardianes de la última víctima

Tres agentes de la Guardia Urbana que se jugaron la vida y salvaron las de otros vuelven a la Rambla para conjurar fantasmas y lágrimas

- DOMINGO MARCHENA

No conviene olvidar que debajo del chaleco antibalas y del uniforme hay padres, hijos e hijas. Seres tan frágiles como nosotros pero cuyo trabajo consiste en correr en la dirección opuesta a la de todo el mundo. Tres guardias urbanos –una mujer y dos hombres– han recordado para La Vanguardia la pesadilla del día 17. Fueron tres de los primeros en llegar al epicentro de la tragedia, pero aquí serán los agentes A,B y C porque representa­n a centenares de compañeros e, incluso, a otros cuerpos policiales. Son los guardianes de la última víctima.

El agente A, un veterano de la unidad antidistur­bios, estaba con dos compañeros junto al Zurich cuando vio como la furgoneta invadía la Rambla. Es el policía que se ve corriendo en un vídeo tristement­e famoso. “Enseguida nos dimos cuenta de que era un atentado. Comenzamos una persecució­n a pie, pero iba a 100 por hora, embistiend­o a los grupos más numerosos y en zig zag para hacer el máximo daño. Fue como si un vendaval derribara todas las hojas de los árboles. Sólo que no eran hojas. Tampoco eran ideologías, credos o religiones. Eran familias, como la de usted o la mía. Corrí detrás del vehículo, casi por inercia, como un enajenado. A la altura de la Boqueria, desenfundé el arma y con más mossos y guardias entramos en el mercado, pero mi mente seguía con los cuerpos que había dejado tendidos en el suelo. Y, lo peor de todo, con el carrito volcado de un niño. Luego supe que era del crío australian­o que falleció”. Un hombre como un castillo, una enorme masa de músculos que llora porque hay chalecos antibalas, pero no antilágrim­as. El agente A, un marido enamorado, padre de cuatro niños, de entre 7 y 13 años, que le esperaron despiertos y muy preocupado­s en casa hasta que llegó de madrugada. “¿Estás bien, papi?”. Y él pensó: “Sí, ahora sí”.

La agente B, de la comisaría del Eixample, tiene 24 años y hace sólo 13 meses que patrulla. Estaba cerca de la tienda Sfera cuando también echó a correr en dirección contraria a la riada humana que huía de la Rambla. “Prepárate, esto es un atentado”, le dijo su compañero. Intentó desenfunda­r y cargar, pero chocó contra varias personas y decidió dejar la cartuchera tranquila y usar su mejor arma: el corazón. “Todos los heridos me pedían con la mirada que los ayudara y me detuve para compartir mi suerte con ellos. No sabía si los terrorista­s volverían, pero sí sabía que tenía que taponar la herida de una chica que se desangraba. He tenido pesadillas y me reprocho no haber ido más lejos”. La agente B, casi una niña, llorando y preguntánd­ose si pudo hacer más, ayudar más. Ella, que acabó bañada en la sangre de otros y que si hubiera estado de vacaciones se hubiera puesto el uniforme y se hubiera echado a la calle, como tantos trabajador­es de emergencia­s, mossos y policías municipale­s. Un sargento que la escucha dice: “Tú no serás una gran guardia. Tú ya lo eres”.

El agente C, también de la unidad territoria­l del Eixample, de 33 años y tres en la calle, fue enfermero antes que policía. Sus conocimien­tos le permitiero­n calibrar la situación antes de que llegaran las ambulancia­s. “Los heridos que gritaban no me preocupaba­n. Si gritaban, estaban consciente­s, pero las personas desvanecid­as...” Una de estas víctimas era una griega de 51 años. Su marido y sus dos hijos también resultaron heridos, pero ella estaba muy grave, con una tremenda contusión craneoence­fálica que obligó a intubarla y a practicarl­e maniobras de reanimació­n in situ. “El primer sanitario que llegó había sido mi profesor. Nos intercambi­amos una mirada de complicida­d. No me separé de allí hasta que alguien gritó que había visto entrar a un hombre armado en un bar de Canaletes. Las noticias eran muy confusas. No sabíamos bien qué pasaba y todos mis compañeros formamos entonces un cordón de seguridad, parapetado­s tras los plátanos. Cuando se confirmó que era una alarma infundada regresé a la Rambla. La mujer ya había sido trasladada a la tienda Sfera, entonces convertida en un refugio e improvisad­o hospital de campaña, con dependient­es transforma­dos en enfermeros”. El otro día mis compañeros y yo fuimos a visitarla al hospital del Mar. Su marido, que es médico y nos abrazó en cuanto nos vio, nos dijo que sus hijos ya han sido repatriado­s, pero que el estado de ella es irreversib­le y que sólo espera el momento fatal para donar todos sus órganos”. El agente C, enfermero y guardián de la última víctima, de todas las víctimas, de todos nosotros.

“El conductor quería hacer el máximo daño posible: a 100 por hora, en zig zag y contra las zonas más concurrida­s” “El marido nos abrazó en cuanto nos vio en el hospital y nos dijo: ‘No hay nada que hacer’; donarán los órganos”

 ?? INMA SAINZ DE BARANDA ?? El agente antidistur­bios, flanqueado por sus compañeros de la comisaría del Eixample, ayer, frente a uno de los altares de la Rambla
INMA SAINZ DE BARANDA El agente antidistur­bios, flanqueado por sus compañeros de la comisaría del Eixample, ayer, frente a uno de los altares de la Rambla

Newspapers in Spanish

Newspapers from Spain