Menorca sucumbe a la presión turística
El desarrollo urbanístico de la isla ha sido imparable en estas últimas cinco décadas
La expansión turística de las últimas décadas ha provocado importantes y, en algunas ocasiones, radicales cambios en la estructura territorial de las Baleares. La vorágine constructora, especialmente en las urbanizaciones costeras, ha revalorizado, y al mismo tiempo, degradado el litoral. El fenómeno es común en todo el archipiélago, si bien es cierto que la isla de Menorca ha sido la que mayor capacidad ha tenido para frenar un desarrollo imparable. Aun así, la isla tampoco escapa a una transformación que despertó con la inauguración del aeropuerto de Maó en 1964. La apertura de las nuevas instalaciones supuso el verdadero despegue turístico en la isla. Si en los años sesenta apenas 100.000 pasajeros utilizaron la terminal, a finales de los noventa se alcanzaron los dos millones de pasajeros y el año pasado ya se superaban los tres.
Con este panorama, la mutación sufrida es más que evidente y aunque Menorca parece todavía ajena a la recién acuñada turismofobia, lejos queda la creación en 1909 de la sociedad de Atención a Forasteros y Excursionistas. Esta entidad, impulsada por el Ateneu de Maó, dio paso en 1932 a Foment del Turisme de Menorca con el que se inició un camino de no retorno.
Nadie en la isla escapa a la omnipresente industria turística que representa cerca del 80% de la economía insular. Es tal la importancia que el paisaje ha ido evolucionado a merced de las grandes cadenas hoteleras y los grupos de inversión. En la década de los años sesenta se empezaron a levantar los primeros hoteles. Cala en Porter, de hecho, fue una de las primeras playas vírgenes en ser urbanizadas. Como en las mayoría de los casos, la metamorfosis se inició levantando un hotel.
La historia se ha repetido centenares de veces en las últimas cinco décadas. En 1966 se inició la construcción del hotel Sant Tomàs, a cuyo abrigo se desarrolló una nueva urbanización. En Ciutadella el consistorio tramitó el plan parcial de Cala Blanca que propició, también, la construcción del primer alojamiento turístico de la zona. Una historia similar a la de Cala en Blanes que en 1968 vio levantarse el primer complejo hotelero.
En la retina de los menorquines de cierta edad, no obstante, una imagen ha permanecido para el recuerdo. Cuentan los más mayores que Cala Galdana era la playa más preciosa de la isla. En 1970, con la construcción del hotel Sol Gavilanes transformó el paisaje para cambiarlo radicalmente. Cala Galdana. Cala en Bosch y Son Xoriguer son los ejemplos claros de destrucción del territorio. Los grandes hoteles y las urbanizaciones han enterrado una estampa que ya pocos recuerdan: la de una isla virgen, pero más inaccesible para la gran mayoría.
Según el Instituto Balear de Estadística, el año pasado más de dos millones de personas coincidieron al mismo tiempo en las Baleares, el doble de la población residente. El Observatorio Socio Ambiental de Menorca ha advertido que la isla no debería sobrepasar la línea roja de las 200.000 personas, cifra límite para no poner en riesgo el equilibrio que avala la declaración de Menorca como reserva de la biosfera. Aun así, la isla computó en un único día 216.000 personas.
La fiebre urbanizadora deja algunas rarezas. Es el caso de Binibeca. Eva López explica en su Història de l’urbanisme a Menorca que la urbanización fue proyectada por el aparejador menorquín Antonio Sintes Mercadal, aunque los planos fueron firmados por Barba Corsini, un arquitecto de Barcelona. Las casas tienen elementos de la tradición arquitectónica de la isla. Con la expansión urbanística, el topónimo incorporó el adjetivo vell para distinguirlo de las nuevas construcciones. Ello da origen a la confusión de los turistas que creen que están en un poblado de pescadores, cuando en realidad es una urbanización.