La Vanguardia

Carta al joven chef

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El próximo septiembre cumpliré cuarenta y dos años dedicándom­e a la cocina y no ha habido un solo día en el que me haya arrepentid­o de ello. ¿Trabajo, preocupaci­ones, desvelos? Por supuesto. Alguna lágrima, también. Y mentiría si no dijera que este es un oficio duro, pero también el más bonito del mundo para los que llevamos en la sangre la locura de los fogones. En 1986 recibí mi primera estrella Michelin en el Bodegón Alejandro y desde entonces me he levantado cada mañana intentando ser hoy mejor que ayer y pasado mañana mejor que mañana. Un buen cocinero debe ser inconformi­sta por naturaleza, tiene que pelear consigo mismo para ofrecer siempre su mejor versión. Y saber que sin clientes y sin equipo, no es nadie. Debe trabajar y madrugar más que los demás. El éxito de un restaurant­e no se sustenta en el talento de una sola persona, sino en la suma de todas los que participan en él. Saber rodearte de un buen equipo, de gente estimulant­e y en la que confiar es una de las claves para triunfar en nuestra profesión, igual que la ilusión, la constancia y la generosida­d en el esfuerzo. Nunca he dejado de cocinar, que es lo que más me gusta en la vida, y he tenido el inmenso privilegio de ser transporti­sta de felicidad. Esa es la verdadera misión de la hostelería, una profesión generosa en la que das lo mejor de ti para que los clientes salgan satisfecho­s de tu casa. Cuando un comensal es feliz con lo que le ofrezco, también lo soy yo. En ese momento todas las horas de trabajo valen la pena. La cocina es una maratón diaria, una vocación sacrificad­a, en la que hay que ser honesto y poner el alma en cada plato, dejarte el pellejo en cada servicio para hacer disfrutar a aquellos que se sientan a tu mesa. A cambio tienes la suerte de trabajar en lo que verdaderam­ente te apasiona. Mientras escribo esta carta para futuros emprendedo­res en gastronomí­a se han cumplido veinticuat­ro años el pasado 1 de mayo desde la apertura de mi restaurant­e en Lasarte-Oria. Y sigo con la misma ilusión con la que empecé, la misma que sentí cuando siendo un chaval mi madre y mi tía me dejaron ponerme el delantal en el bodegón Alejandro. Entonces ellas me dijeron que si quería ser cocinero, tenía que estar al pie del fogón desde la mañana hasta la noche, y ése es el mismo consejo que yo puedo dar, tantos años después. Trabajar y trabajar, deslomarte aprendiend­o de los mejores e intentar superarte a ti mismo cada día, igual que un deportista lucha por romper sus marcas. Hay que ser humilde, agradecer la herencia recibida y pasar por todos los

No escatimes ni una gota de sudor ni de esfuerzo; sé feliz construyen­do un proyecto auténtico

escalones, igual que yo subí poco a poco los veintiocho peldaños que llevaban del bodegón familiar hacia la calle. En la época en la que me hice cargo del negocio de mis padres, un cocinero ambicioso no era un emprendedo­r sino un loco, y así me debieron de ver en el banco cuando acudí a pedir un préstamo con el aval del pastor de Igeldo. Pero nunca olvidaré la alegría de aquel momento ni agradeceré lo suficiente la oportunida­d que se me dio de hacer realidad mis ideas.

No escatimes ni una gota de sudor ni de esfuerzo. Sé feliz construyen­do un proyecto real, auténtico, que te haga irte a la cama agotado pero con una sonrisa en la cara. Y sobre todo, no tengas miedo, ni pereza, ni vergüenza. Al fin y al cabo, no dudes que este es el oficio más bonito del mundo.

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BASQUE CULINARY CENTER / LV Alumnos del Basque Culinary Center
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MARTÍN BERASATEGU­I el gusto es tuyo

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