La Vanguardia

La sombra de Xima

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Pensar en septiembre, en este septiembre que está a punto de llegar, me provoca un gran desasosieg­o. Como el del escritor portugués Fernando Pessoa, pero sin sombrero. O quizá no sea desasosieg­o sino hastío. Son ya demasiados años de vivir en el puro ruido, en la propaganda, en el dislate, en la imposición periférica disfrazada groseramen­te de democracia y, por supuesto, también en cierta indecisión central calculada que es lo que ha seguido a los sucesivos consentimi­entos y tolerancia­s. Quizá por todo eso, sentado en el restaurant­e Mirador ses Barques, desde el que se domina el puerto de Sóller, pienso en el consejo que hace ya muchos años –antes de la atroz e inmiserico­rde propaganda, de la demagogia actual– me dio un amigo mallorquín y que hace un rato ha vuelto a dármelo: vivir en Sóller. Creo que esta vez sí voy a hacerle caso. De momento tendré casa en Sóller. Tener casa en Mallorca no significa librarse del turismo, porque esa es otra, pero sí es alejarse un poco de la propaganda soez. Y eso es ya mucho. O así me lo parece a mí en estos momentos. O sea, que elijo Sóller y no un pueblo oscense, levantino o gallego porque también esas opciones barajé en su momento. Lo del pueblo gallego fue una sugerencia de mi amigo el escritor y periodista Miguel Sen, que hace ya unos años, muy sabiamente, decidió instalarse en aquellas geografías atlánticas. Sóller, pues, y no se hable más.

Tal vez sea un signo. En una mesa próxima a la que ocupo con mi amigo mallorquín, una treintañer­a morena de gran trenza, peinado que yo siempre asocio con muchas de las hijas rubias de Odín, está leyendo el libro de recuerdos de Ángela Molina, titulado Detrás de la

mirada. La actriz tiene casa en Eivissa, pero estando aquí, en Mallorca, casi es obligado recordar que fue precisamen­te en esta isla donde rodó la película

Bearn basada en la extraordin­aria novela homónima del mallorquín Llorenç Villalonga. Quizá el personaje que interpreta­ba Ángela Molina, aquella Xima de los collares, aquella sobrina caprichosa y cocotte en París, que fingía dejarse seducir por su tío, don Antonio de Bearn, no era un personaje para ella, pero la mirada de la actriz madrileña siempre ha logrado que uno olvide el argumento de algunas de sus películas. En materia de ojos negros creo que, para los de mi generación, las miradas de Claudia Cardinale y Ángela Molina han sido las más apropiadas para lograr eso que llamamos mitos y que tan necesarios nos son durante algunos años. Ocurre que además de sus ojos y de su boca, ese pecado mortal, Ángela Molina, una mujer físicament­e menuda, tiene el rostro esculpido y eso hace posible que, en la pantalla, parezca una mujer alta. Además, su voz diafónica le da y le daba, sobre todo en aquellos tiempos suyos tan rotundamen­te morenos, un toque de barrio auténtico, que es donde abundan las mujeres. Porque una cosa es ser mujer y otra ser señora. O sea, que Audrey Hepburn era la señora, el bolso, las gafas de sol, la elegancia, el sombrero y Ángela Molina sigue siendo, ay, la mujer.

La actriz dice en su libro de recuerdos que la vejez le produce curiosidad. A mí me obliga a alejarme de la propaganda feroz, del ruido político. Y por eso elijo Sóller. Porque en Roma quiero seguir siendo sólo paseante.

ángela molina Su voz le da un toque de barrio auténtico que es donde abundan las mujeres

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CÉSAR RANGEL La actriz Ángela Molina
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ARTURO SAN AGUSTÍN crónicas peatonales

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