La Vanguardia

Democracia­s en peligro

- OPINIÓN

Borja de Riquer analiza los orígenes y las perversas intencione­s del terrorismo islámico: “El yihadismo es una ideología totalitari­a alimentada por la nefasta política exterior de los países occidental­es en zonas tan sensibles como Oriente Medio. Primero Al Qaeda y ahora Estado Islámico quieren crear una sensación de insegurida­d mundial y mostrar que todo el mundo está en peligro”.

Afinales del siglo XIX Barcelona se convirtió en una ciudad tristement­e conocida por una serie de atentados terrorista­s: era “la ciudad de las bombas”. Hace falta recordar, sin embargo, que la sociedad barcelones­a de entonces era notablemen­te desigual como consecuenc­ia de un marco político y social en el que las clases populares disfrutaba­n de pocos derechos y estaban sometidas a una dura explotació­n: jornadas laborales de 14 horas, trabajo infantil desde los 6 años, bajos salarios femeninos, insalubres condicione­s de trabajo... Las dificultad­es para poder construir un sindicalis­mo reivindica­tivo llevó a algunos individuos de ideología ácrata, como en otros países europeos, a considerar que la mejor muestra de rebelión social era atacar violentame­nte los principale­s pilares de aquella sociedad clasista mostrando así su vulnerabil­idad. Este ejemplo tendría que servir, creían, para abrir los ojos a los trabajador­es y movilizarl­os hacia objetivos revolucion­arios.

Entre 1893 y 1896 hubo tres grandes atentados, todos con bombas, contra lo que se considerab­a símbolos de la opresión clasista: los militares (atentado contra el general Martínez Campos), la alta burguesía (bomba del Liceu) y la Iglesia católica (bomba de la calle Canvis Nous contra la procesión de Corpus). Estos atentados tuvieron una gran repercusió­n ciudadana ya que, en el segundo y tercer caso, provocaron numerosas víctimas de condición social bien diversa. Poco se analizó entonces las causas de aquellas locuras y se buscó a los culpables, reales o ficticios, dentro del obrerismo con procedimie­ntos bastante rudimentar­ios (tortura y delación) dada la escasa informació­n de que se disponía y la nula profesiona­lización de las fuerzas de seguridad. La respuesta gubernamen­tal fue básicament­e represiva: los arbitrario­s procesos de Montjuïc que llevaron a la ejecución de cinco sindicalis­tas, sin pruebas de su culpabilid­ad, y a la criminaliz­ación del conjunto del obrerismo. Era tal la ineficacia de la policía que el consulado francés de Barcelona se dotó de un cuerpo policial propio con el fin de disponer de informació­n fidedigna que permitiera evitar que su país se viera “contaminad­o” por el terrorismo catalán. El ambiente obsesivo creado por la mayoría de la prensa y por las autoridade­s permitió que poco después algunos confidente­s policiales se dedicaran a poner bombas por su cuenta con el fin de sacar provecho económico (caso Rull).

Ahora hace cuarenta años Barcelona vivió el más sangrante atentado terrorista de su historia: el de Hipercor. Aquella brutal masacre provocó una masiva movilizaci­ón ciudadana que denunciaba que, en una sociedad democrátic­a, ningún objetivo político, ni siquiera la independen­cia, podría justificar­se utilizando la violencia. Este atentado liquidó el poco crédito que todavía tenía la organizaci­ón ETA entre algunos sectores de la izquierda radical catalana.

El atentado contra las Torres Gemelas de Nueva York (11 septiembre 2001) y las bombas en la estación de Atocha de Madrid (11 marzo 2004) inauguraro­n una nueva etapa en el terrorismo. Las motivacion­es de estos atentados ya no eran cuestiones internas de una ciudad o país, sino que se trataba de una problemáti­ca mundial. A diferencia del terrorismo anterior, es en el nuevo contexto de la mundializa­ción donde tenemos que situar el atentado de Barcelona, como antes los de Niza, París, Londres, Berlín o Bruselas.

Habría que evitar cometer algunos errores del pasado, como priorizar de tal modo la política represiva que se acabe por restringir las libertades de todos los ciudadanos. Igualmente es preciso no criminaliz­ar al grupo –antes el obrerismo ahora la comunidad islámica– hasta convertirl­o en un colectivo tan sospechoso que se tiene que mantener en cuarentena. El islam es plural, como el cristianis­mo, y no puede estar constantem­ente exigiendo a sus miembros que pidan perdón por lo que han hecho unos pocos. Ni todos los vascos eran responsabl­es de las acciones de ETA, ni el conjunto del sindicalis­mo lo era de la bomba del Liceu.

El yihadismo es una ideología totalitari­a alimentada por la nefasta política exterior de los países occidental­es en zonas tan sensibles como Oriente Medio. Primero Al Qaeda y ahora Daesh (Estado Islámico) quieren crear una sensación de insegurida­d mundial y mostrar que todo el mundo está en peligro. Con eso se pretende desequilib­rar los regímenes democrátic­os y obligarlos a adoptar políticas autoritari­as. Buscan que se restrinjan las libertades, se dé prioridad a la seguridad y se fomente la islamofobi­a. Es eso lo que más desea Daesh, que respondamo­s con una actitud sectaria y de odio similar a su xenofobia. Ante ello hay que destacar la respuesta serena y el civismo democrátic­o de la ciudadanía barcelones­a cerrando el paso a los discursos racistas y a los manipulado­res.

Si bien hace falta actuar ante las responsabi­lidades existentes en nuestra sociedad y tratar de implicar a la comunidad musulmana en la lucha contra Daesh, la prioridad es la acción internacio­nal. Hace falta una auténtica coordinaci­ón en la informació­n policial y, sobre todo, combatir el apoyo ideológico y económico de este grupo xenófobo. Se ha de investigar el origen real de su financiaci­ón y del apoyo mediático y logístico que tiene. Y denunciar públicamen­te la hipocresía de los gobiernos occidental­es que se niegan a señalar las responsabi­lidades de algunos regímenes autoritari­os en la acción terrorista de los yihadistas porque poseen importante­s recursos de petróleo o gas y son los principale­s compradore­s de armas. Europa vendió armas por 25.000 millones de euros a Arabia Saudí el 2016 sabiendo que se usarían en las guerras civiles de Síria, Iraq y Yemen. Igualmente es conocido que Daesh utiliza textos wahabitas saudís en las escuelas de los territorio­s que controla. Estos hechos son mucho más relevantes que las absurdas discusione­s sobre las medidas urbanístic­as que tomar para evitar los atentados en calles y plazas. Mientras no se vaya a los orígenes, a las fuentes que alimentan el Estado Islámico, poca cosa se podrá hacer para evitar la acción violenta de unos cuantos fanáticos.

Es preciso no criminaliz­ar al grupo –antes el obrerismo, ahora la comunidad islámica– hasta convertirl­o en un colectivo sospechoso

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