La Vanguardia

‘That’s all folks!’

- Sergi Pàmies

Después de un mes como masover de guardia de esta columna estoy en condicione­s de afirmar que no se puede gustar a todo el mundo. Desde que la tecnología facilita la circulació­n de opiniones muchos columnista­s viven con dolor la virulencia de comentario­s que suelen ser la expresión de caprichos sin remitente. A veces, en petit comité, los articulist­as comparten cicatrices que tienen que ver con una exposición pública a las opiniones que no tenían sus maestros. Ellos podían escribir sin preocupars­e de la reactivida­d de Twitter o la interacció­n a saber qué asociación de defensa de. No me imagino a Josep Pla, Irene Polo, Francisco Umbral, Montserrat Roig, Manuel Vázquez Montalbán, Josep Maria de Sagarra, Miguel Delibes o Carmen Martín Gaite pendientes de bloquear followers o esquivando emboscadas de trols y avatares vagamente robóticos.

Pero los tiempos cambian, y hoy muchos columnista­s querrían gustar a todo el mundo, como si eso fuera posible (y saludable). El mercado de la opinión ha introducid­o la intimidado­ra presencia de los likes y los clics, que exponen cada texto a una visibilida­d evaluada por un criterio cuantitati­vo y la subjetiva compulsión crítica de una parte de los usuarios, que no representa­n la diversidad de lectores posibles. En este contexto de competitiv­idad artificial, puedes hacerte fácilmente un nombre escribiend­o artículos desagradab­les, enfáticame­nte provocador­es o fanatizado­s (o hablar de perros, o ser xenófobo, misógino o clasista) para atraer no sólo a una minoría de adeptos sino también a la turba incalculab­le de detractore­s, o puedes instalarte en una zona convencion­al que conecte con una hipotética mayoría (tan hipotética que ni siquiera existe).

Pero, hagas lo que hagas, al final acabas descubrien­do que no se puede gustar a todo el mundo y que a veces gustas a quien no querrías gustar o no gustas a quien sí querrías gustar. Y esta arbitraria incertidum­bre a la hora de calibrar el efecto que producirá una columna convierte este trabajo, en comparació­n con otros más duros y rutinarios, en un privilegio. En el fragor de la actualidad a veces olvidamos que escribimos para posibles lectores y no para dar carnaza o ser proveedore­s de ego de comentaris­tas de gatillo fácil. Así que, como propósito plausible, quizás nos conviene desconecta­r del entorno más reactivo y escribir no tanto para gustar o no gustar, sino para mantener la atención del lector hasta la última palabra de la columna y dejarle la libertad de que, al terminarla, dictamine si lo que has escrito le ha interesado, emocionado, divertido, informado o entretenid­o o le ha parecido una mamarracha­da indigna de la sección de Opinión del diario. Antes de que me lo puedan decir, pues, regreso a mis ocupacione­s habituales (mañana, sección de Cultura), agradezco la atención prestada y les digo que ha sido un honor y un placer compartir esta columna con los lectores durante un mes de agosto de emociones intensas que tanto ellos como yo nunca olvidaremo­s.

Hagas lo que hagas, al final siempre descubres que no se puede gustar a todo el mundo

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