‘That’s all folks!’
Después de un mes como masover de guardia de esta columna estoy en condiciones de afirmar que no se puede gustar a todo el mundo. Desde que la tecnología facilita la circulación de opiniones muchos columnistas viven con dolor la virulencia de comentarios que suelen ser la expresión de caprichos sin remitente. A veces, en petit comité, los articulistas comparten cicatrices que tienen que ver con una exposición pública a las opiniones que no tenían sus maestros. Ellos podían escribir sin preocuparse de la reactividad de Twitter o la interacción a saber qué asociación de defensa de. No me imagino a Josep Pla, Irene Polo, Francisco Umbral, Montserrat Roig, Manuel Vázquez Montalbán, Josep Maria de Sagarra, Miguel Delibes o Carmen Martín Gaite pendientes de bloquear followers o esquivando emboscadas de trols y avatares vagamente robóticos.
Pero los tiempos cambian, y hoy muchos columnistas querrían gustar a todo el mundo, como si eso fuera posible (y saludable). El mercado de la opinión ha introducido la intimidadora presencia de los likes y los clics, que exponen cada texto a una visibilidad evaluada por un criterio cuantitativo y la subjetiva compulsión crítica de una parte de los usuarios, que no representan la diversidad de lectores posibles. En este contexto de competitividad artificial, puedes hacerte fácilmente un nombre escribiendo artículos desagradables, enfáticamente provocadores o fanatizados (o hablar de perros, o ser xenófobo, misógino o clasista) para atraer no sólo a una minoría de adeptos sino también a la turba incalculable de detractores, o puedes instalarte en una zona convencional que conecte con una hipotética mayoría (tan hipotética que ni siquiera existe).
Pero, hagas lo que hagas, al final acabas descubriendo que no se puede gustar a todo el mundo y que a veces gustas a quien no querrías gustar o no gustas a quien sí querrías gustar. Y esta arbitraria incertidumbre a la hora de calibrar el efecto que producirá una columna convierte este trabajo, en comparación con otros más duros y rutinarios, en un privilegio. En el fragor de la actualidad a veces olvidamos que escribimos para posibles lectores y no para dar carnaza o ser proveedores de ego de comentaristas de gatillo fácil. Así que, como propósito plausible, quizás nos conviene desconectar del entorno más reactivo y escribir no tanto para gustar o no gustar, sino para mantener la atención del lector hasta la última palabra de la columna y dejarle la libertad de que, al terminarla, dictamine si lo que has escrito le ha interesado, emocionado, divertido, informado o entretenido o le ha parecido una mamarrachada indigna de la sección de Opinión del diario. Antes de que me lo puedan decir, pues, regreso a mis ocupaciones habituales (mañana, sección de Cultura), agradezco la atención prestada y les digo que ha sido un honor y un placer compartir esta columna con los lectores durante un mes de agosto de emociones intensas que tanto ellos como yo nunca olvidaremos.
Hagas lo que hagas, al final siempre descubres que no se puede gustar a todo el mundo