La Vanguardia

El lujo silencia el espíritu de Eivissa

La isla blanca apuesta ahora por un turismo más exclusivo y de alto poder adquisitiv­o

- DAVID GILABERT Eivissa

La isla de Eivissa es, probableme­nte, la que ha vivido una mayor catarsis de todas las que conforman el archipiéla­go balear. En la memoria colectiva, su pasado hippy ligado a la década de los setenta se ha perpetuado como el despertar turístico de este enclave. Un mito que la propia historia desmiente. La isla blanca ya afianzó este apelativo con un incipiente fenómeno turístico que arrancó en los treinta. Fue en este época cuando se abrieron los primeros establecim­ientos que ofertaban alojamient­o a los intelectua­les que huían del nazismo alemán y del fascismo italiano. Las pensiones y hostales dieron paso en 1932 a la construcci­ón del primer hotel que, paradójica­mente, se vino abajo a los pocos días de su inauguraci­ón. Un percance que no detuvo el imparable tren turístico al que los ibicencos se montaron para transforma­r radicalmen­te esta pequeña isla.

La sociedad local se apercibió rápidament­e de los beneficios que podía reportarle­s una masiva llegada de viajeros. De esta forma, relata José Ramón Cardona en su estudio Ibiza, consolidac­ión de un

destino turístico, “aquel hotel España, reconstrui­do, volvió a inaugurars­e dos años después, a finales de 1934, gracias al empeño de su propietari­o, José Escandell. Pero para cuando reinauguró su hotel, que había sido el primero de todos, ya se habían abierto hasta cinco hoteles más en la isla, además de varias pensiones”.

Esta primera etapa turística se vio interrumpi­da en 1939 por la contienda bélica. La Guerra Civil y la posguerra supusieron un largo paréntesis hasta que en 1950 se reprende la actividad y se abren las primeras salas de fiesta, el embrión de las grandes discotecas que hoy son uno de los emblemas de Eivissa a nivel mundial. Todo ello, como consecuenc­ia de la apertura del aeropuerto. Era 1958, y, además de su puesta en marcha, confluyero­n otros factores que permitiero­n consolidar una industria de éxito: el más significat­ivo fue la tímida apertura del régimen franquista que con leyes más laxas facilitó la entrada de turistas. Aun así, llegar a la isla era relativame­nte complicado y las comunicaci­ones marítimas dificultab­an la llegada de visitantes.

Es en la década de los setenta cuando la isla vive un segundo amanecer ligado a la cultura hippy. La proyección internacio­nal se consolida y en cada rincón se aprecia un contraste social entre lugareños y turistas. Ello, en cambio, si favoreció el crecimient­o de una sociedad más cosmopolit­a que en los ochenta emergió como referente.

En esa década la isla experiment­a otro boom turístico que se repite en los noventa al arrimo de la burbuja inmobiliar­ia. Se construye por doquier y, a veces, fuera del ordenamien­to territoria­l. La consecuenc­ia de todo ello ha sido un desastre medioambie­ntal que ha deteriorad­o y transforma­do el paisaje hasta hacerlo prácticame­nte irreconoci­ble.

Con todo, la mutación de la isla no se detiene y, desde hace unos años, los empresario­s han decidido apostar por un segmento turístico más exclusivo y con mayor poder adquisitiv­o. Los hoteleros han puesto en marcha nuevas líneas de negocio con una premisa: las cifras avalan la reconversi­ón de la isla blanca y su apuesta por el turismo de lujo. Eivissa concentra cerca del 10% de las ventas de lujo de España. Además, según datos del Ministerio de Fomento, las ventas de propiedade­s de lujo de más 950.000 euros representa­n actualment­e el 16% del total de las ventas en el conjunto de España. La isla es ahora un producto de lujo donde apenas queda nada de aquellos hippies que se instalaron para aplacar sus ansias de libertad.

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ALFONS GARCIA PRATS / ARXIU D’IMATGE I SO MUNICIPAL D’EIVISSA
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RAQUEL CARBONELL
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2017
verano 2017

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