La Vanguardia

Somos como reaccionam­os al mal

- Salvador Cardús

El mal desatado y sin medida resulta incomprens­ible. Su falta de sentido lo hace insoportab­le. Nos muestra la cara brutal, salvaje y absurda del caos social y psíquico. Las actuales concepcion­es del mundo –cuando menos las que dominan occidente– no tienen previsto un lugar para el mal descarnado. Pero los seres humanos necesitamo­s explicacio­nes y vivir en un mundo con sentido. Y no hay bastante con las causas inmediatas del mal: queremos culpables. Buscamos domesticar el mal para convertirl­o en maldad culpable para estar convencido­s de que se habría podido esquivar o que en el futuro se podrá evitar.

Así, cuando se producen acontecimi­entos dramáticos como el de la Rambla de Barcelona, se ponen en marcha todo tipo de explicacio­nes en un intento desesperad­o de encontrarl­es algún sentido. Una significac­ión, claro, que sea consistent­e con nuestros prejuicios, que se ajuste a nuestros intereses personales, políticos, económicos o, sencillame­nte, que temple nuestras incomodida­des emocionale­s. Sería ridículo extrañarse de ello. Forma parte de los mecanismos para volver las cosas a su lugar. Y ahora que ya han pasado los días más difíciles, puede ser convenient­e dar un vistazo a cómo nos hemos mostrado en una situación tan extrema.

En primer lugar, la diversidad de razones que se han llegado a dar, las justificac­iones que se han llegado a articular –con la inestimabl­e ayuda de todo tipo de especulaci­ones sociológic­as y antropológ­icas– son un buen muestrario, no sólo de la pluralidad social, sino del desencaje de perspectiv­as con las que hay que vivir en una sociedad compleja. El análisis e este desencaje y de las dificultad­es ra convivir cuando se producen situaci es dramáticas explica bien cómo somos. da cuenta de la multiplica­ción de xplicacion­es complement­arias o cont adictorias que hacen imposible la unan idad de sentido que añoran los que quer an imponer un determinad­o y particula rden social y político.

También es un buen momen o para observar la eficacia de la negación simbólica, uno de los mecanismos sociales de control de la realidad social más sutiles. La mayor parte de explicacio­nes y de gestos dados hay que entenderlo­s así. Gritar “No ngo miedo” es un buen ejercicio para exorcizar el estremecim­iento que ha encogido el corazón. Exagerar las muestras de xenofilia es un mecanismo de autodefens­a ante el temor a una hipotética reacción xenofóbica. Señalar a los culpables globales que ponen en riesgo la paz mundial es una manera astuta de desviar la atención ante el riesgo real de adoctrinam­iento religioso que se vive en determinad­as comunidade­s cercanas. Minimizar la lógica terrorista del atentado para cargar el mochuelo a las políticas sociales y educativas es otra manera de negar la existencia de lo que es casi imposible de controlar. Y pedir que no se politice la manifestac­ión del sábado pasado es la manera más simple de negar simbólicam­ente la politizaci­ón por excelencia que ilustraba la presencia de la más alta representa­ción del Estado y que tenia el objetivo de reafirmar su papel de monopoliza­dor de la violencia legítima justo cuando, una semana antes y por unos instantes, le había sido arrebatada. Una denuncia irritada, además, por el contexto de competenci­a directa sobre este monopolio, representa­do por una policía eficaz y resolutiva.

De todos los debates abiertos, sin embargo, hay uno que no deberíamos dejar que se perdiera por el impaciente retorno ala normalidad. Y este es el de la contraposi­ción entre responsabi­lidad individual y responsabi­lidad social. Por una parte, hay que entender que aquello que es extraordin­ario no siempre es síntoma de un mal general, profundo e invisible, sino que puede ser perfectame­nte la excepción que confirma la regla. Seguro que todas las institucio­nes pueden hacer mejor su tarea, pero cargar con más responsabi­lidad a la escuela, las políticas sociales y laborales o descargar culpas en un supuesto racismo universal es profundame­nte injusto en una sociedad que, por razones históricas y demográfic­as, ha demostrado sobradamen­te su capacidad para gestionar la diversidad. El caso de Ripoll no muestra necesariam­ente un fracaso social, sino una excepción extraña a un éxito social continuado.

Por o ra parte, insistir sólo en la responsabi dad social, y particular­mente la de la ministraci­ón pública, debilita el papel el individuo. Nos presenta dependient­es de la fatalidad por un lugar de nacimiento y de la buena o mala suerte social, sin capacidad para superar adversidad­es que a veces son las de la miseria material, sí, pero más a menudo son las de la miseria humana. Dibujarnos individual­mente débiles nos hace serlo aun más. Y tomar conciencia de los determinan­tes sociales no puede ser el pretexto para aceptarlos resignadam­ente, sino para combatirlo­s con carácter y voluntad.

Sí: somos como reaccionam­os ante el bien, pero sobre todo ante el mal desatado y absurdo.

Gritar “No tengo miedo” es un buen ejercicio para exorcizar el estremecim­iento que ha encogido el corazón

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ÓSCAR ASTROMUJOF­F

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